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Prescencia

Vivir La misa. Solo Dios es nuestro sustento: La Sagrada Comunión

Julius Maximus Texto: Julius Maximus
8 agosto, 2021
en Vivir la Misa
Reading Time: 9 mins read

Dominicc Grassi y Joe Paprocki

Podemos «ir en paz» porque estamos en comunión con Dios y con los demás. La Plegaria Eucarística y el compartir la paz de Cristo nos llevan directamente a participar en la Eucaristía misma, es decir, lo que llamamos la Sagrada Comunión. Al participar en ella, Dios nos toma en sus brazos y nos fortalece así para ir en paz.

¿Sabías que la obligación de asistir a misa el domingo y recibir la Comunión tiene tanto que ver con el primer mandamiento como con el tercero? Es cierto. ¿Te sorprende? Si bien el tercer mandamiento nos ordena a santificar el día del Señor, asistir a misa es una de las maneras en que lo hacemos. Además de la adoración, santificamos el día del Señor absteniéndonos de hacer trabajo innecesario, manteniendo «la alegría propia del día del Señor», haciendo «obras de misericordia» y procurando «el descanso necesario del espíritu y del cuerpo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2185).

Por otra parte, el primer mandamiento dice lo siguiente:

Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses aparte de mí. No te harás una imagen, figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra o en el agua bajo tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto (Exodo 20:2-5).

Sólo Dios

Dios nos dice que el fundamento de los Diez Mandamientos es reconocer que solo Él es nuestra fuente de realización. ¡Y nadie ni nada más! Ni el aspecto físico ni las posesiones ni el dinero ni el estatus, ni los amigos, ni la familia, ni la ubicación geográfica, ni la popularidad, ni el poder ni las capacidades.  Sólo Dios.

De eso se trata ir a misa y recibir la Comunión. Desde que pisamos la iglesia para escuchar misa, se nos invita y se nos desafía a reconocer que solo Dios es nuestro sustento. Se nos alienta porque durante el resto de la semana, con mucha sutileza, millares de mensajes nos seducen con promesas de que algo más puede o podrá sustentarnos. Un nuevo auto, ropa de marca, etcétera.

Por otro lado, el mensaje de la Eucaristía es muy claro: en lo más profundo de nuestro ser es imposible poder sostenernos por nuestra propia cuenta. El mensaje de la Eucaristía es el mensaje del Miércoles de Ceniza: sin Dios somos polvo y no podemos sustentarnos a nosotros mismos. Cada domingo, al recibir la Comunión, recordamos que confiar en alguna de esas cosas para alcanzar la satisfacción y poder sustentarnos nos lleva a apartarnos del camino y a terminar separados de la fuente verdadera: el Dios que nos ama.

 

Lo más importante

Existe una razón por la cual este es el primer mandamiento. Cuando un escriba le pregunto a Jesús cuál era el primer mandamiento (refiriéndose a cuál importante), Jesús le respondió con una síntesis del primer mandamiento:

El más importante es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas (Marcos 12:29-30).

 

Cuando la Iglesia enseña que la Eucaristía es «fuente y culmen» de nuestra vida (Catecismo de la Iglesia Católica, 1324), nos está recordando que sólo Dios, que está presente en la Eucaristía, es nuestra fuente de realización. Cuando vivimos según el primer mandamiento, los otros nueve empiezan a encajar. Si en verdad reconocemos que sólo Dios es la fuente de realización, honraremos su nombre, santificaremos el Sabbat y amaremos al prójimo como a nosotros mismos (del cuarto al décimo mandamiento).

Recibir la Comunión es el reconocimiento supremo de que Dios es nuestra fuente y todo lo que necesitamos.

Una invitación que nos da felicidad

No es casualidad que la primera tentación que Jesús sufrió en el desierto fuera calmar el hambre convirtiendo a las piedras en panes. Tampoco es casualidad que Jesús eligiera un alimento y una bebida para estar presente entre nosotros. Él sabe que por más que comamos y bebamos, finalmente siempre estaremos hambrientos y sedientos. Del mismo modo, por más que tratemos de llenar el vacío que sintamos en nuestro corazón, siempre estaremos espiritualmente hambrientos y sedientos. El asunto se resume a una sola pregunta: ¿qué elegiremos para calmar esta hambre y sed insaciables? Hay muchas alternativas. Hay muchas cosas en la vida que, a corto plazo, traerán satisfacción. El problema es que muchas de esas elecciones no son sanas. El primer mandamiento nos enseña que solo Dios es la «comida» a elegir.

La Eucaristía está ahí, para nosotros, no importa qué es lo que nos aflija. No es solo para los sanos. Es muy útil para traernos de nuevo a los pies del Señor si algún mal espiritual nos aqueja. (DJG)

 

Tres alternativas

En su libro The Journey of Desire [El viaje del deseo], John Eldredge dice que, en última instancia, cuando de satisfacer el hambre o el deseo interior se trata, tenemos tres alternativas. Podemos ignorar o reprimir ese deseo o, según sus propias palabras, «estar muertos». Solemos suponer que ese es el mensaje del cristianismo, es decir, el llamado a reprimir cualquier deseo. Una segunda alternativa, que muchos elegimos, es la de «volvernos adictos». En el intento de satisfacer el hambre interior y superar esa dolencia interna, con mucha facilidad nos volvemos adictos a cualquier cosa que nos traiga satisfacción temporal. Por último, según Eldredge, la tercera alternativa -y la única posibilidad para los cristianos- es «estar vivos y sedientos» o, en este caso en particular, vivos y hambrientos.

Eldredge afirma que «el cristiano debe vivir una vida de santo anhelo», según palabras tomadas del libro sobre espiritualidad cristiana The Holy Longing [El anhelo sagrado], de Ronald Rolheiser. C. S. Lewis utilizó una imagen similar cuando hablaba de un anhelo inconsolable por «no sabemos qué». Fundamentalmente luchamos por satisfacer un hambre insaciable. La represión y la adicción no hacen más que exacerbar el hambre interior y dañar la salud. Solo Dios satisface los deseos del corazón mientras estamos «vivos y sedientos». La Comunión es nuestra forma de dirigir todo nuestro deseo a Dios y la forma de Dios de ofrecernos el pan de vida y la copa de la salvación eterna. No es de extrañar que seamos dichosos por esta invitación a este banquete extraordinario.

 

Sacerdote: Éste es el Cordero de Dios,

que quita el pecado del mundo.

Dichosos los invitados a la cena del Señor.

Pueblo: Señor, no soy digno

de que entres en mi casa,

pero una palabra tuya

bastará para sanarme.

 

Vida en equilibrio

Estamos profundamente agradecidos por esta invitación. Esta respuesta repite las palabras del centurión que expresó su profundo aprecio por Jesús cuando este ofreció ir a su casa para curar a su sirviente: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que digas una palabra y mi muchacho quedará sano» (Mateo 8:8). Cuando reconocemos que solo Dios puede sanarnos y calmar el hambre y la sed, nuestra vida encuentra equilibrio. Una famosa frase de San Agustín dice: «nuestro corazón estará insatisfecho hasta que descanse en ti». Reconocemos que esta inquietud interior es, en última instancia, un deseo de Dios. Esto nos lleva a vencer la tentación de dejar que cualquier otra cosa usurpe el lugar de Dios en cuanto a ser fuente de satisfacción.

Cuando niños quizás creíamos que al recibir la Comunión ocurriría algo parecido a lo que sucedía cuando Popeye comía espinaca: una transformación repentina. Sin embargo, a medida que crecimos nos dimos cuenta de que esta perspectiva hace que veamos que la comunión es una mercancía y nosotros los consumidores. Es natural que como buenos consumidores esperemos una gratificación inmediata. Pero también aprendemos que la Eucaristía no es una mercancía, sino un abrazo, que no es momentáneo, sino que dura toda la vida.

 

 

El abrazo de Dios y del prójimo

Cuando recibimos la Comunión, Dios nos abraza; Dios nos cura y calma nuestra dolencia interior. Hablamos de recibir la presencia real de Jesús en la Sagrada Comunión.

¿Qué significa esto? En el Nuevo Testamento la palabra cuerpo (soma en griego) se refiere a la persona o al ser, que es  mucho más que un mero cuerpo de carne (sarx en griego). Pero en hebreo no hay una palabra específica para cuerpo. A un ser viviente no se le consideraba una persona dentro de un cuerpo, sino que el cuerpo y la persona eran uno y el mismo. Es decir, cuando Jesús ofrece su cuerpo, ofrece su ser, su misma persona. Asimismo, en el pensamiento judío se creía que la sangre era la vida misma del ser viviente. Por eso estaba prohibido consumir sangre, ya que la vida es estrictamente dominio de Dios. Cuando Jesús ofrece su sangre, nos invita a «consumir» su misma vida. En esencia, recibir la Eucaristía significa ser consumido junto con Jesús. Nuestro ser y nuestra vida entran en comunión con el ser y la vida de Jesús. La presencia real de Jesús significa que creemos que en verdad recibimos el ser y la vida reales de Jesús, no que solamente los recordamos con afecto.

Al mismo tiempo, recibir la Comunión es un abrazo no solo de Dios, sino también de nuestro prójimo. La Comunión no es simplemente una experiencia «entre Dios y yo». El hecho de que hayamos comido en la misma mesa y hayamos bebido de la misma copa es una expresión poderosa de la comunión con los demás. Nuestra comunión con Dios se hace realidad cuando amamos a nuestros hermanos y hermanas.

La Comunión nos hace reconocer la presencia de Dios, no solo en el pan y el vino consagrados, sino también en la vida de aquellos con quienes nos encontraremos todos los días. Dios envió a su hijo único, Jesús, para que se hiciera carne porque «tanto amó Dios al mundo» (Juan 3:16). Cuando recibimos la Comunión, nos comprometemos al amor que Dios mostró al mundo -un amor que busca la justicia para todas las personas. La adoración a Dios que hacemos por medio de la Eucaristía no tiene sentido a menos que nos haga poner la atención en el prójimo. Es por eso que cuando el escriba le preguntó cuál era el primer mandamiento (y el más importante), Jesús respondió: «No hay mandamiento mayor que éstos» (Marcos 12:31).

 

Compromiso con la humanidad

La Sagrada Comunión no es un llamado a retirarnos con Dios y aislarnos, sino un llamado a obrar. En su epístola, San Santiago nos dice que «no basta con oír el mensaje hay que ponerlo en práctica» (Santiago 1:22).

Recibir el Cuerpo y la Sangre de Jesús nos permite expresar nuestro compromiso de poner el mensaje, la Palabra, en práctica. Recibir el Cuerpo de Cristo bajo el aspecto de pan es una

expresión de nuestra unidad con todo el pueblo de Dios, pues creemos que, por medio del Bautismo, nos convertimos en miembros del cuerpo místico de Cristo.

Recibir la preciada Sangre de la copa es una expresión de nuestro compromiso con la misión de la Iglesia. En el huerto de Getsemaní, Jesús tuvo la tentación de abandonar ese compromiso: «aparta de mí esta copa» (Lucas 22:42). Jesús, sin embargo, mantuvo su compromiso con la voluntad del Padre. Del mismo modo, beber de la copa es señal de nuestro compromiso de hacer la voluntad de Dios.

Recibir la Comunión del domingo es una expresión de nuestro compromiso de estar en comunión con nuestros hermanos y hermanas todos los días. En cuestión de minutos, después de recibir la Comunión, se nos enviará a hacer la tarea de amar a Dios mediante el amor al prójimo en la vida diaria. La Eucaristía no es una gasolinera que nos abastece para hacer la obra del Señor en un mundo que nos agota. Por el contrario, es un llamado a abrazar a la humanidad del mismo modo en que lo hace Dios: alentando a los demás a vivir como hijos de Dios y animándolos cuando no lo logren. Recibir de manera habitual la Sagrada Comunión nos condiciona a reconocer la presencia de Dios revelada en el mundo y recordar que envió a su único Hijo para que fuera como uno de nosotros.

El Rito de la Comunión cierra con una plegaria -la Oración después de la Comunión- que, como es de esperar, nos señala la salida e indica que nuestra tarea recién comienza.

 

Los otros seis días de la semana

 

Con respecto a la vida cotidiana, la Sagrada Comunión nos invita y nos desafía a:

* Reconocer que solo Dios es la fuente de realización;

* Admitir que dependemos de Dios;

* Buscar maneras en las que podamos esforzarnos para alcanzar la realización;

* Identificar adicciones potenciales en nuestra vida;

* Reconocer nuestras esperanzas y deseos más íntimos y pedirle a Dios que los haga realidad;

* Canalizar nuestros deseos para hallar una manera sana de poder llevarlos a la realidad;

* Reconocer y vencer la tentación;

* Reconocer la presencia de Jesús en nosotros y en aquellos con quienes nos encontramos;

* Comprometernos a la misión de la Iglesia;

* Aceptar que toda la creación de Dios es buena y animar a otros a vivir como hermanos y hermanas.

 

 

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