Felipe Monroy/ Periodista católico
Todo lo que pueda decirse del papa emérito Benedicto XVI en estos días es en verdad poco en comparación con la larga y fecunda vida que el erudito teólogo y guía de la Iglesia católica contemporánea ha dejado para la reflexión. No es una exageración afirmar que con la muerte de Joseph Ratzinger concluye toda una era del catolicismo. Una era que el propio pontífice alemán intuyó, reconoció y supo transformar a través de una silenciosa y no siempre comprendida revolución.
Desde muy joven, durante su participación en el Concilio Vaticano II -la gran reforma de la Iglesia católica- Joseph Ratzinger intuyó que el ciclo de una institución religiosa privilegiada tanto por las dinámicas políticas como las económicas comenzaba a desgastarse ante una nueva fascinación global por los cambios, las transformaciones y el pensamiento revolucionario. La Iglesia católica, representación de un pilar constitutivo e inamovible de las diferentes potencias occidentales, había quedado terriblemente resquebrajada especialmente tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial y el surgimiento de nuevas fuentes de poder como los medios de comunicación.
Ratzinger abrevó de todos los desafíos reflexionados en el máximo encuentro pastoral y teológico del siglo XX y se formó una mirada sobre la Iglesia católica contemporánea que conciliaba la reforma litúrgica, los movimientos bíblicos, la nueva conciencia del ecumenismo y la actualización del mensaje cristiano en los perfiles de la historia.
Con la llegada al trono de san Pedro del polaco Juan Pablo II y la posibilidad de construir una narrativa coherente y consistente en un largo y fecundo pontificado, el profesor cardenal arzobispo Ratzinger participó transversalmente en el andamiaje teológico de la Iglesia postconciliar mientras el Papa se ganaba el corazón de los fieles con una presencia permanente en los espacios de los nuevos ágoras y plazas de la vida pública.
Fue casi natural que, al final de la vida de san Juan Pablo II, Ratzinger tomara las riendas de la Iglesia que ayudó a forjar con discreto servicio desde las estructuras de la Santa Sede durante décadas.
Benedicto XVI inició el siglo XXI para la Iglesia católica casi como un corolario de todo lo trabajado por su antecesor: no sólo garantizó la inmediata canonización de Wojtyla sino que su programa eclesiástico quiso zanjar definitivamente los temas difíciles que el siglo XX había impedido: la reunificación de las diversas familias de credo cristiano, la defensa de la identidad cristiana en Europa por encima del secularismo, el redescubrimiento del mensaje cristiano en los pueblos que comenzaban a olvidar su primera evangelización y, por supuesto lo más importante: el sentar en la mesa de la reflexión y el pensamiento modernos el rico e inmenso bagaje de pensamiento cristiano por medio de preguntas y respuestas de profundidad antropológica, filosófica y gnoseológica que ni las ideologías actuales ni las nuevas formas de vida social toman en cuenta.
Si se pudiese resumir en una frase la aportación que Benedicto XVI ha hecho al mundo y a su historia es justo la actualización del diálogo entre la fe y la razón; la inmarcesible búsqueda de sentido real y trascendente de la humanidad en los albores del tercer milenio. Y el pontífice lo realizó de dos maneras radicales, anticlimáticas para nuestros vertiginosos tiempos: la exuberante producción intelectual (son esenciales para comprender a Benedicto XVI sus tres encíclicas pontificias y los tres tomos de su personal cristología en Jesús de Nazaret) y el oportuno retiro personal al silencio, al recogimiento y a la oración que consolidó con su renuncia a las gestiones pontificias en 2013.
Benedicto XVI confirmó que hay una manera de hacer una revolución desde el silencio: con la lectura, la escritura, la oración y el apartamiento en soledad. Tanto su producción intelectual, antagónica al sinsentido posmoderno actual, como los efectos de su histórico gesto de dar un paso al costado en uno de los últimos reductos del imperialismo simbólico aún tendrán diversos impactos en la vida de la Iglesia católica y en el pensamiento contemporáneo.
Por lo pronto, los funerales que se celebraron el 5 de enero en Roma sin duda ya manifiestan las consecuencias de su vida, obra y decisiones: la masiva asistencia de fieles y personajes públicos a la misa exequial del Papa emérito no se debe a su presencia mediática, su poder actual ni por su posición de privilegio o relevancia política contemporánea, sino en reconocimiento del humilde trabajador cuyas palabras, de fe y razón, han aportado tanto a la humanidad.