La pregunta: Sirvo desde hace muchos años en una parroquia, últimamente pienso mucho en que lo hago por vanidad y no por ofrecer mi servicio a Dios y a la comunidad. El problema es que pienso que todo lo hago por esa razón: que me interesa aprender más sobre Dios por saber más que otros; que rezo para que los demás se den cuenta; que estoy en el coro para que me escuchen los demás; que voy a adorar al Santísimo para que los otros vean que lo hago; que defiendo la vida para llamar la atención; que llevo a mis hijos a todo eso para que los demás digan que soy buena madre… En fin, siento que nada hago con amor, que soy egoísta, soberbia y vanidosa y, de hecho, cada vez que me confieso, lo confieso. También pienso que hago mi examen de conciencia tan minuciosamente, sólo para que el padre piense que tengo mucha conciencia del pecado, es más, hasta siento que le estoy enviando este mensaje para que usted piense que soy buena persona. Comenté eso de forma muy breve con mi párroco, y me dijo que tal vez necesito dirección espiritual, porque a veces es el demonio que engaña, ¿eso puede ser?
Padre Hayen: Te doy gracias por la confianza al escribir tu estado interior y compartirlo. En la vida todos queremos sobresalir, y esto es algo que pertenece a nuestra naturaleza humana. No queremos pasar inadvertidos ante los demás, y a veces hasta hacemos locuras para llamar la atención y que nos vean. Queremos decirle al mundo que existimos. Vivimos en una sociedad que nos invita a la competencia, desde los deportes hasta el comercio, y hasta nos esforzamos por juntar más «me gusta» en las redes sociales y así sentirnos que tenemos influjo y poder. Es algo que nos sucede a todos. Sin embargo Cristo Jesús nos invita a purificar nuestras intenciones.
Mientras que el espíritu del mundo nos lleva por el camino de querer ser el número uno para inflar nuestro ego, Jesucristo nos dice que no está mal querer ocupar el primer lugar. Pero la diferencia con el mundo es que el Señor nos muestra que para llegar a ser los primeros tenemos que ser los últimos y los servidores de todos. Jesús nos indica el camino del servicio humilde a los hermanos para ser grandes en el reino. Querer ser grandes no está mal, repito, pero el camino es ponerse el delantal y hacerlo todo por amor a Dios y a los demás.
Fíjate en dos personajes radicalmente opuestos que quisieron ser los primeros. Adolph Hitler quiso sobresalir imponiéndose y pisando muchas vidas a su alrededor; lo único que provocó fueron muchísimos sufrimientos en los demás. En cambio santa Teresa de Calcuta quiso ser la última sirviendo a los más pobres, no por vanidad, sino para agradar a Dios y elevar las vidas de los demás. Su vida fue una bendición enorme al grado de que muchos queremos imitar su generosidad.
Yo te invito a que siempre que te asalten tentaciones de que todo lo que haces es por vanidad, rectifiques tu intención delante de Dios. Pregúntate ¿por qué hago lo que hago? ¿Por sobresalir y querer ser admirada? ¿O para que Dios sea admirado? ¿Para que los demás me sirvan, o para yo servir a los demás y hacerlos más felices? ¿Hacia quién quiero que apunten mis actos y mi vida, hacia mí o hacia Dios? Tu alegría no será verdadera si quieres que te halaguen y te admiren; tendrás la alegría que viene de Dios cuando te des cuenta de que tus mismas capacidades y talentos tienen a Dios por autor y son para hacer subir a los demás. Cualquier halago que te hagan otras personas dirígelo siempre hacia el Señor y piensa que eres un simple humilde instrumento a su servicio.
Estar obsesionada con que todo lo que haces es por soberbia y vanidad puede ser una tentación del Maligno, pero no te aflijas por ello. Simplemente cuando emprendas algo repite en tu interior: «que sea para mayor gloria de Dios, y no de la mía; para el bien de mis hermanos y no del mío». De esa manera estarás abriendo tu alma para que el Espíritu Santo te dirija como su instrumento, y en ello hallarás la alegría que no se apaga.