Felipe de J. Monroy/ Periodista católico
Intento no escatimarle nada a las marchas por la defensa del INE; no sólo es importante que la ciudadanía reconozca parte de su responsabilidad en el andar político de su país sino también es positivo que se movilice a aquellos que “jamás habían marchado por nada”. Esto último no lo digo yo, así lo afirmaron categóricamente varios asistentes a la marcha del domingo pasado y se evidencia además con la inusitada presencia de personajes políticos que en los últimos 20 años no habían pisado las calles en ninguna exigencia colectiva.
Sin duda, los manifestantes tienen todo el derecho de preocuparse por el status quo de una institución y por un modo de vivir y comprender la democracia. No se puede dejar de señalar, sin embargo, que los argumentos de la movilización se encuentran más cercanos a la anécdota que al parteaguas histórico que requiere el país.
Por ejemplo, las expresiones de muchos de los manifestantes revelaron nuevamente el clásico anti lopezobradorismo (tan repetido, clasista, autorreferencial e insulso como suele ser el propio presidente López Obrador en sus ‘Mañaneras’); pero no es todo, inquietantemente, José Woldenberg, el primer presidente del Instituto Federal Electoral autónomo de la historia de México, en su discurso ante la multitud, jamás mencionó la palabra ‘pueblo’; constituyente obligado de la democracia.
Esta ‘defensa del INE’ parece soportarse -en el mejor de los casos- en valores del liberalismo democrático como la ‘libertad’ y los ‘derechos ciudadanos’; pero deja de lado sistemáticamente los principios de ‘soberanía popular’ y ‘justicia social’ sin los cuales la democracia se reduce a un ‘acto’ y no a un ‘sistema’ de acciones, reacciones y tensiones en búsqueda del bien común.
Comparemos, por ejemplo, aquel 12 de marzo de 1988 cuando sucedió uno de los momentos más significativos de la lucha democrática en México: el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas dio su primer discurso como candidato presidencial de los partidos de oposición al PRI hegemónico e inició con estas palabras: “En el pueblo han renacido esperanzas. Está volviendo a creer en el voto. Ha tomado conciencia que su agrupamiento y movilización han configurado ya una alternativa… En esta campaña están en juego no situaciones personales, sino los destinos del país por mucho tiempo. Están enfrentados dos proyectos políticos: uno de explotación y autoritarismo, el otro de justicia y democracia”.
Que en la actualidad, la reivindicación del ‘pueblo’ o ‘justicia’ no hayan aparecido por ningún lado en la marcha ‘el INE no se toca’ revela el tipo de instancia democrática que se defiende: sosegada, aséptica, esquemática, programática, vertical, diferenciada, segmentada y sí, elitista. Lejos, muy lejos de los reales clamores y tensiones que padece el pueblo mexicano.
Volvamos a aquel marzo de 1988; dos días después del discurso de Cárdenas, la revista Proceso publicó un reportaje de varios periodistas organizado bajo la elocuente pluma de José Emilio Pacheco sobre cómo se vivió la semana previa a la Expropiación Petrolera en marzo de 1938.
La pieza periodística de investigación histórica es una joya literaria sobre cómo miraban las élites mexicanas y extranjeras con suma preocupación los acontecimientos del mundo pero también en México, las críticas contra Cárdenas eran duras, incluso de los viejos revolucionarios que ya se habían acomodado en su posición de privilegio pero seguían desconfiando del ‘pueblo’ y veían tal riesgo en el ‘comunismo’ que no escondían su fascinación por Hitler, Mussolini o Franco: “El gobierno tiene como ideal político socializar la tierra y los medios de producción –se quejaban las élites mexicanas de 1938–. Se ve lo nunca visto: ocho mil pobres forman el Frente Proletario Pro Mejoramiento de la vida y ocupan los terrenos de la ex hacienda de Narvarte. El colmo es la primera huelga de sirvientes: la cocinera, la recamarera, la lavandera y el mozo de la señora Marta Begheressi… qué vergüenza, qué van a decir de México en el extranjero; ay no, si te digo que vamos de mal en peor”.
Que conste, quienes cuestionaban al general Cárdenas su inminente decisión de nacionalizar el petróleo y, por el contrario, defendían la brillante, moderna y eficiente administración de expertos energéticos extranjeros, habían sido revolucionarios, habían destronado la larga dictadura porfirista y reivindicado el constitucionalismo social… pero también ya se habían acostumbrado al empíreo del poder y el privilegio.
Por ello criticaban con iracunda vehemencia la extraña predilección del presidente por los pobres en lugar de escuchar a las élites, despreciaban las huelgas y los sindicatos de los obreros, y afirmaban sin pudor que el desarrollo ejidal-comunitario era peor que el desarrollo del campesino-empresario; por el contrario: clamaban por más derechos para la libre empresa, por la aplicación de la ley contra los marginados y, principalmente, pedían que el gobierno promoviera las inversiones extranjeras y el usufructo del capital individual por encima del de la organización comunitaria. ¿Suena conocido?
Regresemos al 2022: la propuesta de reforma electoral de López Obrador seguro es una de las peores vías para democratizar la nación mexicana; pero la defensa del INE no mira al futuro en lo que sí debe ser reformado, purgado y perfeccionado en ese organismo. Es cierto que algunos de los que hoy defienden al INE (sólo algunos, otros simplemente son políticos que mendigan capital social de donde sea) fueron grandes edificadores del proceso democrático mexicano y erigieron las bases constitucionales de un muy reconocido modelo electoral mexicano… pero se han acostumbrado al privilegio de la pléyade de asesores, al poder de ampararse contra el Estado para cobrar del erario lo que quieran, a los lujos y a la simulación, a despreciar a los últimos y a los marginados burlándose de su identidad indígena o popular, a no responsabilizarse de los fallos en las sanciones electorales.
El único remedio frente a la intentona de dominación del sistema electoral y democrático en México está justamente en el pueblo, en su más diversa y plural composición; porque, cuando es auténtica, la lucha democrática se inserta más allá de los conflictos por los privilegios, suele mirar a los rincones periféricos de la sociedad y los convoca a transformar las dinámicas enquistadas del poder.