Felipe Monroy/ Periodista católico
No es raro que, en la búsqueda de nuevos resultados, retomemos viejos caminos. Está en nuestra naturaleza. Somos seres fuertemente afincados en las costumbres y ellas están a la vez sumamente arraigadas a nosotros. Por ello, las nuevas ideas, de ser tan escasas, suelen tornarse valiosas casi para todos; excepto para los necios.
En su poema ‘El pozo’, José Emilio Pacheco retoma la peculiar observación hecha por Ortega Paredes en su texto ‘El agua, drama de México’ en donde refiere que ciertos pueblos tienen una singular fórmula para limpiar el agua de sus pozos: meten una tortuga al fondo del cieno. “El método habitual para purificar el agua [relata, flemático] resultaba una forma eficaz de contaminación”.
Quizá suene descabellado pero siempre es posible caer en esa tentación. Muchas veces preferimos tomar la ruta conocida que, si bien nunca nos dio plena satisfacción, por lo menos sí tiene gran posibilidad de volver a proveernos esa pequeña -y equivocada- certeza a la que estábamos acostumbrados.
Justo esto ocurre ahora mismo en el drama de violencia e inseguridad que sigue masacrando a la sociedad mexicana. La cultura de violencia, muerte, crimen e impunidad no sólo mata a la persona, devora la conciencia del pueblo respecto a lo que se entiende por paz. Los necios piden retomar viejos caminos; los ciegos no quieren tomar ninguno. Por tanto, urgen nuevas ideas contra la violencia pero también urge que sean escuchadas sin prejuicios.
Una de las rutas conocidas -el combate frontal, radical, publicitado y mediatizado contra el crimen y el narcotráfico- no sólo falló protegiendo a la ciudadanía (un sólo sexenio hizo crecer de menos de 10 mil a casi 30 mil los homicidios violentos del promedio anual) también otorgó carta de ciudadanía a toda una pléyade de singulares personajes y prácticas abominables que han hecho cultura en el país.
Todo mexicano hoy, por desgracia, conoce la historia de algún infante que ha manifestado su deseo de ser narco, halcón, sicario, autodefensa o capo. Serán infantes, pero no les falta lógica; la obsesión de un gobierno por publicitar y mediatizar una costosa -y al final, inútil por corrompida- guerra contra el narco transmitió un mensaje indeseable entre los más inocentes: que el crimen sí paga.
Herencia de aquellas decisiones también es la terrible frecuencia con la que nos encontramos en nuestra vida cotidiana con prácticas repugnantes otrora impensables: decapitados, descuartizados, levantados, encobijados, rafagueados… Incluso el lenguaje -influenciable como él solo- ha adoptado narco vocablos (pase, buchón, plomear, pozolear) en una jerga común y alarmantemente comprensible para todos.
Otra ruta intentó evitar la publicitación del combate al narco y al crimen organizado, pero se divulgó ampliamente el empíreo del lujo y el poder como resultados de la corrupción institucional; originalmente propuso un programa de prevención social de la violencia (atacar las causas) pero se dejó de financiar para pagar corruptelas e imagen pública; originalmente se trabajó en reformas al sistema penal y judicial pero éstas se estancaron nuevamente por la corrupción rampante.
Como resultado, los homicidios superaron los 35 mil casos por año pero, lo peor, la corrupción normalizada enalteció la impunidad, bajo la cual el crimen se ha diversificado, se robusteció, se institucionalizó y se infiltró en casi todas las autoridades y en no pocas familias. El signo de aquel momento, ni duda cabe, fue la corruptela, la inmoralidad y la perversión; y ahondó la certeza del mensaje ignominioso: Si el crimen paga; la corrupción, más.
“Y ahora vemos cómo nuestros ardides son las trampas donde nos deslizamos sin remedio”, apuntó José Emilio en su profético poema y nos advierte que el método habitual (la tortuga en el pozo / el combate al crimen desde instancias corrompidas) no purifica, más bien certifica la contaminación.
Pacheco prosigue, alertando, que el remedio simplón apenas calma la conciencia de quien recurre a las viejas ideas, pero nos engañamos: “Nunca sabremos la extensión del pozo ni su profundidad ni el contenido de sus emponzoñadas filtraciones”.
México se encuentra en un pozo profundo de violencia, crimen y narco cultura que corroe el bien común con muerte y fútiles privilegios. De nada sirve el cambio nominativo de las instituciones de seguridad; de nada sirve cambiar el color del edificio si se mantiene la podredumbre de sus cimientos.
Es imprescindible explorar a fondo los fenómenos adheridos a la violencia para conocer la ponzoña que se ha infiltrado en nuestra vida cotidiana y, sólo desde allí, vendrán nuevas ideas, voces nuevas que nos abrirán los ojos, que nos dirán que no es la magia sino el movimiento lo que pule la roca.