Jesús Silva-Herzog Márquez/ Analista político
Confieso que no esperaba que la lección política elemental surgiera de la Iglesia católica. De ahí ha venido con impecable lucidez. No puede el poder público limitarse a la prédica. Su labor esencial es otra. No el consuelo, sino el orden. No la plenitud espiritual, sino la vigencia de la ley. Los sacerdotes han ofrecido al país esa claridad esencial. Los sermones desde el palacio de gobierno son demagogia o, peor aún, complicidad con el crimen. Tal vez no debería sorprender esa lección porque en la rica tradición católica hay un discernimiento elemental que hoy se pierde en la nata de la demagogia oficial. Al poder, sea monárquico o republicano, le corresponde respaldar con la fuerza pública lo que es justo. Los obispos lo tienen, al parecer, más claro que el propio jefe del Estado mexicano. Es responsabilidad del gobierno el garantizar la paz. Si una obligación lo define es precisamente ésa: establecer el orden, impedir el delito, castigar el crimen. Los instrumentos de los que se vale son distintos a los que tiene un predicador, pero son irrenunciables. Si al rey corresponde lo que es del rey es porque no podría desentenderse de su quehacer fundamental.
La realidad mexicana es también atroz para la Iglesia católica. El sacerdocio es una profesión de alto riesgo en México. No hay país en el mundo en donde resulte tan riesgoso portar los hábitos. La pareja de violencia e impunidad se ha ensañado también con curas y misioneros. La Iglesia ha levantado la voz tras el asesinato de dos sacerdotes jesuitas porque no puede aceptar la tragedia cotidiana como horror inevitable ni las evasivas del gobierno como argumentos razonables. Por eso ha dicho: ¡Basta!
Su mensaje es más que atendible. Lo que nos han dicho los obispos es que la intervención del poder público para hacer valer los derechos de la ciudadanía es indispensable para ganar la tranquilidad. La melaza oficial es, simplemente, intragable. Ni a los sacerdotes puede convencer un lema que es abdicación de la responsabilidad esencial de un gobierno. En el discurso y en la práctica gubernamental, los religiosos advierten irresponsabilidad, palabrería, incompetencia, demagogia. El gobierno no puede seguir cerrando los ojos a la realidad, no puede seguir culpando a los gobiernos anteriores, no puede continuar una política basada en la evasión. El mensaje de los obispos es expresión de sentido común: urge revisar la estrategia de seguridad. Si la hay, nadie podría decir que está dando resultados. Frente a la soberbia del hombre que no se atreve a dudar, que no tiene la valentía de escuchar voces discrepantes, los obispos piden escuchar a la gente, a los especialistas y con buen juicio dar un giro en la estrategia de seguridad para conquistar la paz. «Creemos que no es útil negar la realidad y tampoco culpar a tiempos pasados de lo que nos toca resolver ahora».
El obispo de Cuernavaca ha sido más enfático: «nunca será lícito ni legal que la autoridad civil claudique de su responsabilidad en materia de seguridad y paz social, para eso tienen el poder y uso legítimo de la fuerza; abrazos, no balazos es demagogia y hasta cierto punto complicidad. Autoridades: no fallen. Cumplan su función, garanticen con hechos la seguridad». El argumento es impecable: un gobierno que no combate al crimen contraviene el principio elemental de la ley. Los abrazos ya no alcanzaban para cubrir los balazos, dijo el jesuita Javier Ávila.
Y ante todo ello, la misma cerrazón de siempre. No se cambiará nada porque, a juicio del gobierno, las cosas caminan bien. Y no hay cuestionamiento que merezca ser tomado en cuenta porque proviene de los intereses más oscuros. La soberbia presidencial cuenta con un solo recurso frente a la crítica: el insulto. Quien pide reconsiderar una política por sus desastrosos efectos recibe de inmediato los sapos y culebras a los que nos tiene acostumbrados. Ha tocado el turno ahora a los sacerdotes católicos a quienes pinta con las mismas ofensas que usa para el resto de las voces independientes: hipócritas al servicio de los oligarcas. A los jesuitas dolidos por la pérdida de dos de los suyos no ofrece el abrazo del que tanto habla sino la ofensa.