Cristóbal López Romero, SDB/ Arzobispo de Rabat
Naturalmente, cuando he escrito que el Sínodo ha muerto he querido decir que ha acabado. Sí, el ‘Sínodo sobre la Sinodalidad’, con sus dos buenos años de trabajo en las bases (parroquias, comunidades, movimientos, diócesis, conferencias episcopales), con siete Asambleas Continentales, con dos Asambleas Generales de más de 350 miembros (octubre de 2023 y 2024), con la participación de no sólo obispos, sino también laicos, religiosas y sacerdotes, con el trabajo de numerosos teólogos, expertos y facilitadores, todo ese densísimo y poderoso proceso de tres años de duración, finalizó este domingo 27 de octubre con la solemne misa de clausura en el Vaticano.
Este Sínodo ha acabado, pero la sinodalidad ha retornado (¡ya estaba, que no es un invento caprichoso de este Papa!), ha vuelto para quedarse, para instalarse de forma definitiva en nuestros ambientes eclesiales y para ser signo profético en la sociedad civil; la sinodalidad se queda como estilo de vida y de relaciones entre nosotros y con los de “fuera” de la Iglesia; quiere y debe ser modo de funcionamiento y de organización de nuestras estructuras e instituciones; se queda como espiritualidad y como teología.
¿Qué se ha decidido?
Yo ya sé que, en cuanto ponga el pie en España y en Marruecos, todo el mundo me va a preguntar: “Bueno, qué, ¿y el Sínodo que ha decidido, que nos traes del Sínodo”. Y yo ya tengo la respuesta pensada y preparado: “Pues el Sínodo ha decidido pedirte que te conviertas; y a mí también, y a todos”.
Sí, al final nos hemos dado cuenta de eso que fue el principio para Jesús: “El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva”. “¿Tanto tiempo para eso? Para ese viaje no hacían falta tantas alforjas”, pensará alguno (o muchos). Pues nos guste más o menos, hemos descubierto que la sinodalidad es un camino de conversión, camino a ser recorrido por todos, y juntos.
El Espíritu Santo nos llama a la conversión. Conversión de las relaciones, en primer lugar: entre hombres y mujeres, entre laicos, consagrados y ministros ordenados, entre carismas y ministerios, entre personas de diferentes contextos y culturas… El desafío no es moco de pavo: construir constantemente la unidad a partir y en el respeto de la diversidad, abrirse a la alteridad con coraje y decisión (ir, buscar, salir al encuentro del otro), escuchar con paciencia y amor…
Pero, en segundo lugar, conversión de los procesos, es decir, transformar nuestro modo de discernir y de tomar decisiones; dar su lugar al Espíritu y a todos y cada uno, fomentar la participación de todos… y acostumbrarnos a evaluar, a rendir cuentas y a informar con transparencia; y ello, a todos los niveles, de abajo para arriba, pero también de arriba hacia abajo.
Signo y sacramento
Conversión, en tercer lugar, de las estructuras y nexos, de los lugares y enlaces que utilizamos y que nos religan, recordando que debemos enraizarnos en una cultura y en momento histórico concretos, al mismo tiempo que no olvidamos que somos peregrinos. Y todo ello siendo signo y sacramento de la Alianza de amor entre Dios y la humanidad y de la unidad de todo el género humano. ¡Menuda tarea!
Finalmente, last but not least, la conversión de las personas, que, asumiendo las actitudes, valores y comportamientos propios de una espiritualidad sinodal y del estilo de vida que se deriva de ella, harán posibles todas las otras dimensiones de la conversión a la que el Espíritu nos llama a través de este Sínodo, que ha acabado pero que quiere dejar su impronta en la Iglesia y en el mundo.
Entonces, seamos como aquellos que se acercaban a Juan Bautista preguntando: “¿Qué debemos hacer?”. “Conviértete, deja de lado todo individualismo egoísta, toda prepotencia y ansia de protagonismo, la cerrazón y dureza de corazón; y ábrete, abre tu corazón a todos en la escucha, el compartir y la misericordia”; este puede ser el mensaje que escucharás de parte del Sínodo.
Sí, definitivamente el Sínodo ha acabado; pero, por favor, hagamos posible entre todos que la sinodalidad se quede y sea una realidad en nuestra Iglesia y en el mundo.