Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/Director de Presencia
Hace unos días estuve en Saltillo con las Oblatas de Santa Marta, religiosas de vida activa, acompañándolas en sus ejercicios espirituales anuales. En la introducción a los ejercicios les dije que durante esa semana, el mayor esfuerzo que habríamos de realizar era envolvernos en absoluto silencio durante los cinco días. De esa manera facilitaríamos al Espíritu Santo hacer resonar la voz de Dios en nuestro interior.
Personalmente no tuve que hacer gran esfuerzo por callar. Necesitaba, yo más que las hermanas, el silencio. La atmósfera llena de ruido en la que habitualmente vivo, como inquilino del centro histórico de Ciudad Juárez, ha despertado en mí la nostalgia del silencio. Muchas veces he tenido que hacer mi oración de la Liturgia de las Horas al ritmo de cumbia, o soportando las peroratas de los predicadores protestantes que colocan sus bocinas a unos metros, no muy lejos de mi habitación.
Por eso cuando tengo un poco de tiempo de silencio mi alma respira su oxígeno. Muchas veces aprovecho ir en el coche, sin encender la música, para ir en silencio buscando el diálogo con Aquel que vive en el silencio. Por las mañanas temprano y por las noches, cuando no se escucha ruido alguno en los alrededores de la Catedral, me siento en un paraíso silencioso donde es posible la meditación y el coloquio con Dios. Así lo hacía san Agustín quien, como obispo, llevaba una vida muy pesada, llena de responsabilidades pastorales; sin embargo procuraba tiempos de silencio y soledad para leer, estudiar y meditar las Sagradas Escrituras, orar mucho y redactar sus obras.
En este mes de julio, en el que la Iglesia mexicana ora especialmente por la paz y el cese de violencia en el país, creo que los disparos de tantas armas de fuego en las calles son, hasta cierto punto, fruto amargo de la dictadura de ruido permanente en que vivimos y triste síntoma de falta de silencio interior de la mayoría. Una persona que nunca tuvo silencio en su hogar, y que creció entre el estruendo de la violencia física y verbal; alguien que se habituó a vivir acompañado del permanente sonido de la radio, la música, la televisión, los videojuegos y las redes sociales, termina por hacerse sorda a la voz de Dios que sólo puede escucharse en el silencio del corazón.
Tantas rupturas matrimoniales y familiares son también por la ausencia de silencio en los hogares. Muchas familias conviven sin saber dialogar. Sus encuentros son dimes y diretes que terminan en ofensas recíprocas. Se les olvida que para dialogar hay que saber escuchar, y para escuchar hay que aprender a callar. No solamente callar con un silencio físico que no interrumpe a la otra persona, sino –como dice el cardenal Sarah– con un silencio interior, lleno de amor humilde y con gran capacidad de atención para acoger amistosamente al otro. «¿Cómo puede el corazón acoger completamente al otro si no es en el silencio?», se pregunta.
La violencia doméstica y la violencia social, podemos decir, son monstruos creados en la sociedad del ruido ensordecedor en que vivimos. Ruido que no sólo es palabrería y música, sino publicidad invasora, luces artificiales, falsos paraísos, tumultos y codicias; los sentidos que reclaman nuevas experiencias placenteras y que hacen que el hombre se haya olvidado de mirar al cielo para buscar a Dios.
Me pregunto ¿qué sucedería a un mafioso o a un sicario, o a una de esas mujeres activistas del aborto que rompen escaparates, si se encerraran durante un mes en uno de esos lugares donde el silencio de la naturaleza es denso y profundo, por ejemplo en un monasterio en el desierto donde sólo se escucha el rumor del viento alternado con las notas del canto gregoriano de los monjes? Lo más probable es que empezarían a salirles todos sus demonios internos. Verían con espanto sus vidas precipitándose en la nada y recibirían la maravillosa gracia de escuchar esa voz interior que dice: «Vengan a mí, ustedes los cansados y agobiados, que yo les daré descanso». Sus vidas quizá se transformarían.
Todos llevamos un monje por dentro, pero la actual atmósfera ensordecedora de las grandes ciudades y nuestros estresantes estilos de vida lo sofoca y lo reprime. Dichosas las familias que abren espacios para la oración silenciosa, que se reúnen para desgranar las cuentas del Rosario y que saben moderar su exposición al ruido de los medios, que hoy alardean tantos pecados abominables. Dichoso aquel que encuentra espacios de soledad silenciosa dentro de su habitación para entablar un diálogo íntimo con Dios. Haciendo de nuestra interioridad y de nuestras casas templos del Espíritu podríamos preservarnos de tantos males, y alcanzaríamos a vivir más reconciliados con Dios y con los hermanos.