La Edad media fue el tiempo de los Magos de Oriente, en la que el interés por su historia, la definición de sus rasgos y atributos, el gusto por la representación y la piedad que despertaban, crecieron extraordinariamente.
Francisco José Gómez Fernández/ Autor
La dificultad para determinar las características más importantes de personalidades destacadas, en los primeros momentos de la vida de Jesús, se encuentra e buena medida a la escasez de datos que ofrecen los Evangelios en relación con estas:
Nacido, pues, Jesús de Belén de Judá en los días del Rey Herodes, llegaron del Oriente de Jerusalén unos magos diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? […] y llegando a la casa, vieron al niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron y, abriendo sus cofres, le ofrecieron como dones: oro, incienso y mirra. (Mateo 2, 1-11)
Prácticamente lo único preciso era el punto cardinal desde el que llegaron las ofrendas realizadas, y su actitud de reconocer al pequeños Jesús al Mesías de la humanidad. Esta última cuestión, la del sentido de su visita y adoración, fue la que dotó desde los primeros siglos del cristianismo de tal trascendencia a los Magos, ya que representaban, tal como lo siguen haciéndolo en la actualidad para los fieles cristianos, a los gentiles buscadores de la verdad, aquellos hombres que sin ser judíos descubrieron en Jesús no sólo al Mesías esperado por el pueblo de Israel, sino al redentor de los hombres, ante el que habían de postrarse.
De aquí que la festividad de la Epifanía, o “manifestación”, fuese finalmente dominado por estas tres figuras a las que Dios, siendo tan solo un niño ya se reveló y, no por el bautismo de Jesús o por el milagro de las bodas de Caná, tal y como sucedía en la antigüedad.
Aspectos por desvelar
Pero, aunque la significación de la solemnidad fuese evidente, faltaban muchos aspectos por desvelar: su origen, edades, formación, sabiduría, relación entre ellos, caminos tomados después de los hechos acontecidos en Belén… A tal labor se aplicaron teólogos y exégetas desde muy pronto, elaborando gran cantidad de teorías sobre estos y otros interrogantes. Las respuestas encontradas, es decir, los significados que se atribuyeron a los diferentes rasgos de sus personas, y el sentido que a tales personajes se dio se confeccionaron contando con los datos de que se disponía en la época: relatos de viajes, textos literarios, históricos, etc., hilvanados desde la reflexión, desde la devoción, como consecuencia de la propia fe de sus autores y como un servicio hecho a esa misma confesión, con lo que al paso de los siglos la imagen histórica de los tres monarcas fue pasando a un segundo plano frente a sus aspectos simbólicos y religiosos, que cobraron todo el protagonismo.
Uno de los primeros interrogantes que se resolvió fue el de su número, que no consta en los Evangelios canónicos.
Durante las primeras centurias de la vida de la Iglesia y dada la ausencia de informaciones en este punto, la cifra de monarcas fluctuó entre dos y varias docenas, según podemos contemplar en algunas obras tardo-rromanas. Fue Orígenes, estudioso de la escritura del siglo II, quien tempranamente concluyó que fueron tres los personajes llegados hasta Belén, pues parecía lógico pensar que el número de ofrendas presentadas a Jesús debía de corresponder con la misma cantidad de oferentes.
¿Magos o reyes?
Un aspecto oscuro, al que pronto se dio solución, fue el de su condición de magos, ya que la magia estaba claramente prohibida en la Biblia y resultaba escandaloso que algunos de los primeros hombres en inclinarse ante el Niño Dios fueran nigromantes. En esta ocasión fue el escritor Tertuliano el que ya en el siglo III en su obra Contra Marción advertía de que los tres sabios eran considerados en Oriente casi como reyes, argumento que apareció de nuevo a mediados del siglo VI, bien afianzado y apasionadamente defendido por figuras de la talla del arzobispo Cesáreo de Arlés (470-542). La liturgia propia del día de la Epifanía no tardó en adaptarse a esta reflexión, por lo que en poco tiempo la condición monárquica de los tres hombres primó por encima de su carácter mágico.
El proceso de elaboración de las características e imagen de los Magos continuó, y a mediados del siglo V el papa León I, en sus celebrados sermones navideños, retrataba en cierto modo el “estado de la cuestión”.
El pontífice insistía en la importancia que tenía la fiesta de la Epifanía, celebrada el 6 de enero, y advertía que pese a algunas costumbres debía ser la única oficiada en la liturgia de aquel día. En esta misma línea, en el año 447 escribía una carta a los obispos sicilianos en las que les recriminaba su costumbre de celebrar el bautismo de los catecúmenos en la citada fecha, señalándoles que esta jornada debía de ser preservada exclusivamente para la fiesta de los tres reyes. También, en sus prédicas, remarcaba el rasgo esencial de la solemnidad, esto es, el significado que revestía que estos hombres, ajenos al pueblo de Israel, se presentasen ante Jesús en sus primeros momentos de vida y le adorasen: el sentido universal del Evangelio y la misión redentora de Cristo para toda la humanidad, no sólo para el pueblo elegido.
Tengamos presente que el cristianismo aún se hallaba en plena expansión y no había llegado a muchas regiones de Europa. Por último, llama la atención, que el papa León hable ya del valor de las ofrendas reales, en íntima correspondencia con la triple condición de Jesús. A éste se le ofreció oro, pues era rey; incienso por tratarse de Dios y mirra por ser un hombre que además había de morir joven. Tal sustancia se usaba habitualmente en los procesos de tratamiento de los cadáveres, antes de ser inhumados.
Los Reyes magos en el Evangelio armenio
Dos testimonios del siglo VI nos indican que para esta centuria los conceptos expuestos ya habían penetrado, al menos en buena parte de la Iglesia y por tanto de la sociedad latina. El primero de ellos es el Evangelio armenio de la infancia de Jesús, texto apócrifo, no admitido por la Iglesia, pero con una notable peculiaridad, los nombres de los tres monarcas, que no aparecen en la obra de San Mateo.
Los reyes magos eran tres hermanos: Melkón, el primero, que reinaba sobre los persas; después Baltasar, que reinaba sobre los indios, y el tercero, Gaspar, que tenía en posesión el país de los árabes.
Hemos de decir que estos nombres no fueron los únicos barajados duran te el proceso de definición de los Magos, pues diversos autores y tradiciones habían dado otros, e incluso señalado diferentes procedencias, aunque en Occidente prevaleció la información dada por el texto armenio. Por otra parte y como en el mismo fragmento podemos observar, tanto el número de los reyes como su condición real estaban en plena consonancia con las reflexiones de Orígenes y Tertuliano.
Nombres, razas y regalos
El segundo de los testimonios es el famoso mosaico bizantino de la basílica de san Apolinar el Nuevo (Rávena, Italia), realizado el año 520. En él se representa a los tres Magos como hombres de raza blanca, vestidos a la usanza persa, con diferentes edades y portando sus presentes, bajo un encabezamiento en el que aparecen sus nombres. Tal y como señalaba en sus escritos el famoso monje anglosajón Beda el Venerable (673-735), Melchor, el más anciano, portaba oro; Gaspar, hombre maduro, incienso, y Baltasar, en plena juventud, mirra.
Sus edades, las tres del hombre, juventud, madurez y vejez, indicaban que cualquier momento de la vida era bueno para postrarse ante Dios.
Cuarto rey mago
Aún habrían de pasar varios siglos para determinar definitivamente sus razas. En el siglo VI, y por ende en la Antigüedad, tal y como hemos visto en el mosaico señalado, se consideraba que los tres Magos eran blancos, algo que no encaja con nuestra visión actual. En la definición y consolidación de este aspecto, así como en el desarrollo de la devoción y espiritualidad en torno a los tres sabios, tuvo gran importancia el libro titulado Excerptiones patrum collecatnea et flores, del ya citado Beda el Venerable, redactado teóricamente en el siglo VIII, aunque algunos estudios lo datan en el siglo XII. Gracias a este texto se consagraron definitivamente aspectos tales como los nombres, las edades, el color de los vestidos o el sentido de los presentes, entre otros.
En cuanto al significado de los regalos entregados por los Magos de Oriente, el libro coincidía plenamente con lo expuesto por León I en sus homilías, ahondando luego en el asunto y valor de su origen. Los Magos procedían, según la misma obra, de los continentes conocidos en la época, y que fueron habitados por cada una de las tres estirpes de descendientes de Noé: Asía, poblado por la familia de Sem; Europa, ocupado por la de Jafet, y África, en el que se asentaron Cam y sus descendientes. Esta visión tardó en penetrar en la iconografía cristiana; de hecho hemos de esperar al siglo XV, momento en el que Europa comienza a interesarse por la exploración costera de África, para ver la transformación de uno de estos personajes en un hombre de raza negra, con el fin de señalar así la proyección universal del mensaje cristiano, que no distinguía entre edades o etnias. Entre las primeras obras que adoptaron la nueva raza destacan el célebre Tríptico de Covarrubias (Burgos), del siglo XV, o en el magnífico trío de Reyes Magos de Melgar de Fernamental (Burgos), de la misma época.
El mismo proceso se dio en los primeros momentos del descubrimiento de América, los tres reyes como representantes de toda la humanidad, se convirtieron, temporalmente y sólo en algunas obras, en cuatro. Una de ellas es la que se realizó para el retablo mayor de la catedral de Viseu (Portugal) donde Vasco Fernandes, autor de la Adoración de los Magos (1504), retrata junto a las tres figuras tradicionales a un cuarto Rey Mago, tocado con un penacho de plumas multicolores y portando una larga azagaya amazónica en sus manos.
Las valiosas reliquias de los Reyes Magos, objetos de fervor general
Una vez bien definidos, el fervor por los tres monarcas de Oriente no hizo sino crecer a lo largo de todo el Medievo. A la preocupación por resolver cuantas dudas suscitaban sus personas, signo del interés que despertaban en la cristiandad, se suma la atención que teólogos, exégetas, pontífices, etc., les prestaron en sus obras y predicaciones. No es casualidad que durante el periodo medieval el tema de la adoración de los Magos fuese el más representado en el arte, junto con el de la Natividad.
Ahora bien, siendo importantes los aspectos aquí tratados en torno a la figura de los reyes, para el auge de su popularidad y devoción les dio un trascendental impulso, ya en el siglo XII, la reaparición de sus restos o reliquias, que les conferían un nuevo protagonismo.
Su historia desde que salieron de Belén sin avisar a Herodes del hallazgo del Niño (Mt. 2:12) según una leyenda medieval, les llevó hasta la ciudad de Tarso (Tarsus, Cayi, Mersin, Turquía), en la antigua provincia romana de Cicilia, desde la que se embarcaron hacia la India, donde años después el apóstol santo Tomas les bautizó y les consagró como obispos, tras lo cual dedicaron sus vidas a la evangelización. A su muerte fueron enterrados juntos en la población de Sava, la actual Saveh, cerca de Teherán (Irán). Mucho tiempo después, ya en el siglo IV, la emperatriz santa Helena hizo llevar sus restos a Constantinopla, donde reposaron hasta la llegada de san Eustorgio.
Él, solicitó al soberano que le permitiese llevarse los restos de los Magos de Oriente, que la emperatriz santa Helena había depositado en la capital. Constantino consintió en el traslado y, tras un viaje no exento de prodigios, el nuevo obispo de Milán los instaló dentro de un único sarcófago en la parroquia que el mismo tutelaba y que años más tarde llevaría su nombre.
Tiempo después, la catedral de san Giorgio acogió los sagrados restos, pero en cualquier caso fue en Milán donde reposaron hasta el año 1158, cuando el emperador germano Federico Barbarroja (1152-1190) atacó y saqueó Milán en el transcurso del conflicto entre el emperador y el papa Adriano IV (1154-1159).
En pleno pillaje de la ciudad, el archicanciller imperial Raynaud de Dassel, que era a la par arzobispo de Colonia (Alemania), se dirigió a la catedral, con el objetivo de apoderarse de las valiosas reliquias y trasladarlas a su ciudad, y así lo hizo. Para albergar como se merecían tan destacados restos, en el siglo XIII se levantó una catedral denominada de Los Tres Reyes de Colonia, en la que aún hoy se encuentran depositados sus cuerpos.