Dr. Oscar Ibáñez Hernández/ catedrático universitario
La experiencia de estar entre miles de jóvenes de todo el mundo, arropados por sus banderas y al mismo tiempo por sus camisetas marcadas con el rostro de Cristo, la cruz, o alguna frase cristiana es inigualable. La alegría, la música, la fraternidad y la oración en una multitud tan heterogénea es impresionante, eso y mucho más se puede experimentar en las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ).
En esta ocasión la JMJ 2016 se realiza en Cracovia, Polonia, la sede dónde sirvió como Obispo San Juan Pablo II quién instituyó las jornadas y las dejó como un legado riquísimo para la Iglesia, para los jóvenes y para toda la humanidad. La primera convocatoria fue en la clausura del Jubileo de los Jóvenes para el Año Santo de la Redención en 1984, un año más tarde volvió a convocarlos a Roma con motivo del Año Internacional de la Juventud, y a partir de 1986 se celebran en Pascua en Roma, con versiones internacionales en distintos países y en fechas que coinciden con alguna visita papal.
Las jornadas involucran labores de preparación y catequesis que movilizan a toda la comunidad católica en los países donde se realizan, y por supuesto a los peregrinos que se preparan para hacer el viaje. Ya en la sede de cada Jornada, hay una semana completa con actividades de encuentro y convivencia entre hermanos cristianos católicos que van preparando el ambiente, el culmen se vive en la vigilia de oración y la eucaristía donde participa y preside el Papa.
Uno de los peregrinos que ya ha asistido a varias jornadas me compartió su sentimiento esta semana al ser acogidos por las familias de católicos polacos: “Es el Espíritu de Dios descubriendo nuestra familia, por toda la tierra, hermanando a los hermanos, fortaleciendo la paz en aquellos que se aman sin conocerse, realizando la fraternidad que Dios dispuso desde antes de la creación.”
La experiencia de la JMJ de Toronto en 2002 me marcó de muchas maneras por la alegría, la paz, la fraternidad y el espíritu de unión que se vive a cada momento: en la peregrinación para llegar a la vigilia; por la celebración eucarística previa con integrantes del Camino Neocatecumenal en el lobby de un hotel; por el cariño de familias que ves por primera vez en tu vida y que llevan ya una semana de misión, catequesis y acogida de peregrinos de todo el mundo. Pero sobre todo por observar la sana convivencia de los jóvenes sin que los temas o los medios sean el sexo, las drogas o el alcohol.
En su mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud en Cracovia el Papa Francisco nos invita a vivir a plenitud el Año Santo de la Misericordia a diario: “Déjense tocar por su misericordia sin límites, para que ustedes a su vez se conviertan en apóstoles de la misericordia mediante las obras, las palabras y la oración, en nuestro mundo herido por el egoísmo, el odio y tanta desesperación. Lleven la llama del amor misericordioso de Cristo – del que habló San Juan Pablo II – a los ambientes de su vida cotidiana y hasta los confines de la tierra.”
En momentos en que pareciera que la violencia terrorista, el fanatismo religioso, el rechazo a los migrantes, el desprecio por jóvenes y ancianos, el miedo al “otro” dominan la escena mundial, la acogida de hermanos de distintos países conviviendo en nombre de Jesucristo, dando posada al peregrino con alegría y en paz representan un signo poderoso, una luz que ilumina las formas que debemos construir en la humanidad. El testimonio de los jóvenes a través de obras de misericordia es la Iglesia peregrina que la humanidad necesita.