MC Luis Alfredo Romero Torres/ Comunicòlogo
Los jesuitas llegan a tierras mexicanas el 9 de Septiembre de 1572.
Años más tarde, hacia finales del S.XVII, su labor educativa y evangelizadora ya está presente en la Ciudad de México, Pátzcuaro, Oaxaca, Puebla, Valladolid (Morelia) Zacatecas y Guadalajara. Han instaurado colegios y templos y las misiones de Durango, Sinaloa, Coahuila, Zacatecas y San Luis Potosí trabajan con regularidad.
Durante los siglos XVII y XVIII los jesuitas amplían su presencia misionera en Chihuahua (Sierra Tarahumara) Sonora, Baja California y Nayarit.
Durante 150 años de permanencia, los jesuitas lograron establecer cerca de 200 pueblos que fueron la base del desarrollo de buena parte de Chihuahua, especialmente en la Sierra Tarahumara. Todavía en la actualidad en Parral existe una calle céntrica que lleva por nombre “Colegio”, en recuerdo del colegio jesuita establecido en aquellos años en esa ciudad, considerada la puerta de entrada a la Baja Tarahumara.
En 1767, por orden de Carlos III los jesuitas fueron expulsados de España y de todos sus dominios, porque la Compañía de Jesús “representaba una influyente corporación religiosa con gran incidencia en la vida educativa, social, política y espiritual de los estados (España, Francia y Portugal) y cuya lealtad a sus autoridades en Roma y al superior general de la Orden y sobre todo al Papa, representaba una amenaza para la consolidación del poder absoluto de los monarcas” asegura el Dr. Arturo Reynoso Bolaños, sacerdote jesuita y considerado una autoridad en el estudio de la supresión y restauración de la Compañía de Jesús. La Orden es restablecida por el Papa Pio VII el 7 de Agosto de 1809. Un quinquenio después, los jesuitas están nuevamente en México.
Una misión
La misión de Chinatú ubicada en el municipio chihuahuense de Guadalupe y Calvo al sur del estado, siguió con la misma metodología de enseñanza y evangelización que les funcionó a los jesuitas durante siglos en todos sus territorios de misión. Se integraron a la cultura rarámuri, hablaban su lengua, respetaban sus costumbres, no discutían sus creencias como la de 0norùame, Dios padre y madre a la vez. Predicaban con el ejemplo, no establecían jerarquías más que las mínimas necesarias para la educación de los niños y propiciaron proyectos de desarrollo económico, como el establecimiento de un pequeño aserradero administrado por el padre J. Quiroz, que incrementaba un poco más el precio del árbol ya transformado en tablón.
El bosque era para los ejidatarios tarahumaras su principal fuente de ingresos, de allí la simpatía con la que los indígenas veían el aserradero manejado por los jesuitas de la misión de Chinatú, pero mal visto por las grandes empresas madereras.
La agricultura en Chinatú era sumamente raquítica y la ganadería, sobre todo caprina, era de mera subsistencia.
El poblado de Chinatú se reducía a la misión, el templo, la casa de los padres y dos pequeños internados para niños. El de hombres, manejado por los jesuitas y el de niñas bajo el cuidado de unas religiosas. Tanto la alimentación de los internos, como la de los padres, la preparaban las monjas. Las comidas no eran muy abundantes, pero sí equilibradas y nutritivas. La despensa era un cuarto grande con varios estantes acomodados en forma de repisas, donde en frascos de conserva, se aseguraba la comida para el difícil y crudo invierno serrano, cuando las nevadas dejaban incomunicados a todos los poblados. Una callecita atrás de la misión con pocas casitas y otras cuantas, diseminadas por el cerro, completaban el poblado, que lucía orgulloso un imponente y rocoso acantilado, que refractaba la luz del sol cuando en la misión ya oscurecía.
Sobre la educación
Al iniciar la década de los setentas del siglo pasado, no había carreteras en la sierra de Chihuahua, solamente angostos caminos de terracería por donde transitaban, cuando se podía, los camiones cargados con trocería de pino. Un camión cargado en Atascaderos o Yerbitas, podría hacer cerca de 24 horas a Parral.
La cortesía entre los camioneros era cosa obligada. En las partes angostas del camino, el vehículo que transitaba por el tramo más fácil apoyaba al que subía una cuesta, por ejemplo, echándose de reversa hasta que, el que subía, encontrara algo de espacio para poder rebasar.
Las clases para los niños de los internados básicamente eran de primaria, además allí los niños aprendían a tapar la cama, asearse, barrer espacios comunes, lavar sus platos. Recibían alimentación y educación, primeros cuidados para males respiratorios o gastrointestinales, había mucha enfermedad en sus familias. En dos rancherías tuve que dejar buena parte de mi botiquín que me recomendaron los padres que llevara para mi atención personal.
Cuando los niños volvían de sus casas los fines de semana o después de vacaciones, traían nuevamente costumbres indígenas, como dormir en el suelo. Y nuevamente, con paciencia, los jesuitas los reorientaban, sobre todo por salud, a cuidarse contra el frío, la humedad y las sabandijas.
La educación de los varones la atendían seminaristas jesuitas en formación o voluntarias seglares de distintos rumbos. Una de ellas fue mi prima Bertha Alicia Torres que, siendo psicóloga, trabajó durante ocho años en la misión como maestra y administradora.
La misión contaba con dos huertas, una de manzanas y otra para hortalizas. Al finalizar la temporada de cosecha, una parte de frutas y vegetales eran envasados. El hermano Cayul atendía el apiario. La miel era un buen remedio para el invierno. El hermano Sandoval fabricaba zapatos.
A la entrada de la casa de los padres había un zaguán y del lado derecho un cuarto donde se recibía el correo. Una estación de onda corta comunicaba a Chinatú con las otras misiones o con la ciudad de Chihuahua y con Sisoguichi, para informar sobre pagos que deberían hacerse o datos solicitados por el Vicariato Apostólico, dado que la Tarahumara aún no era obispado.
El domingo (omèachi) era un día festivo, llegaban tarahumaras de varios poblados a jugar con una pelota de madera que lanzan con el empeine en plena carrera. Las mujeres corrían con sus faldas y blusas multicolores, aventando un pequeño aro de madera que guiaban y lanzaban con una vara. Tanto “la bola” como los aros, eran competencias que duraban horas y empezaban antes del mediodía, después de misa, hasta poco antes del anochecer.
Fueron semanas de observación de la vida tarahumara las que invertí para poder escribir una tesina.
Ver una esperanza
La vida en la misión siempre ha sido difícil, de trabajo extenuante y de mucha penuria, con resultados sólo conocidos por los misioneros, no por el resto de la sociedad civil, que visualiza la sierra, nuestra sierra de Chihuahua, como algo lejano, entre bucólico y enigmático. La economía entre los rarámuris sigue siendo raquítica, las enfermedades persisten, el desarrollo lento y ahora con carreteras, disminuyen el bosque rápidamente.
Aún en nuestros días el indígena ve en el misionero una esperanza, esa esperanza que baja a las barrancas, recorre veredas y que camina solitario por el bosque, que come lo que le ofrecen en las paupérrimas rancherías. El jesuita sigue insistente, hablando de Onorúame o papá Riósi, pero también del trabajo y la dignidad humana, como lo han venido haciendo en la sierra Tarahumara desde el S. XVII. Civilizando y evangelizando, respetando la cultura e integrándose a ella. El estado de Chihuahua estará siempre en deuda con la Compañía de Jesús.