Felipe de J. Monroy/Periodista católico
La reciente resolución condenatoria contra el obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez y la deportación de dos centenares de presos políticos despojados sumariamente de sus derechos civiles y de nacionalidad en Nicaragua, obliga a reflexionar sobre los muchos tipos de males que sobreviven en el siglo XXI y las razones que hacen difíciles su erradicación. Por supuesto, no se puede partir de una resignación total en la se acepte que humanidad está condenada a sufrir cíclicos abusos de gobiernos, regímenes u otros grupos de poder fáctico (incluidas las monstruosas corporaciones) que someten a naciones enteras y a sus pueblos a diversos males y condiciones infrahumanas; pero tampoco es posible –ni deseable– que se erijan comisarios plenipotenciarios de naciones poderosas para intervenir en pueblos soberanos aún cuando la situación parezca demandar soluciones radicales. Bien reflexionó Goethe en Fausto sobre esa ‘ley’ que debe aplicarse a diablos y espectros: “Han de salir por donde entraron; pues para lo primero son libres; y para lo segundo, esclavos”. Es decir, la posibilidad de que el mal se inocule en toda sociedad no sólo es amplia y diversa sino que ‘elige’ por dónde entrar y corromper buena parte de un orden deseable; pero para mejorar las condiciones de vida de esos pueblos dicho mal debe salir justo por donde hubo ingresado, de lo contrario ni es bien exorcizado y sólo se logra una acumulación de males. Los intervencionismos del siglo XX y hoy nuevamente revitalizados en la geopolítica internacional han demostrado la ineficacia de esos mecanismos que sólo dejan a las naciones ‘intervenidas’ con heridas internas más profundas, crisis económicas irresolubles, despojos sistemáticos de bienes y, lo peor: abren la puerta a una inmoral colonización ideológica que busca trastornar a profundidad de manera artificial e impositiva la identidad, el lenguaje, las relaciones y los valores culturales de los pueblos. Que la crítica al neocolonialismo ideológico actual no se entienda como una defensa a ultranza del pasado o una posición conservadora; todo lo contrario. La identidad, el lenguaje, las relaciones y los valores culturales de los pueblos están obligados a mutar, a cambiar, a adaptarse y modificarse en el curso del tiempo; no sólo son cambios ineludibles sino necesarios en sus propios contextos y realidades. Sus efectos no pueden, por tanto, calificarse desde fuera como ‘positivos’ o ‘negativos’, porque forman parte de la evolución misma del organismo social; quienes mejor podrían juzgar su utilidad y su beneficio son sus propios habitantes y ciudadanos. Por otro lado, la presión externa, la imposición por vía del mandato, el chantaje, el castigo o el ostracismo al que se somete a los pueblos por vía del poder y de imperialismos trasnochados son fenómenos que apenas algunos denuncian y visibilizan en estos años. Volvamos al ejemplo de Nicaragua: Desde hace ya varios años, la Iglesia católica mantiene una alta preocupación sobre cómo se han desarrollado los eventos en aquella nación bajo el régimen de Daniel Ortega y su consorte Rosario Murillo, quienes han sometido brutalmente a la población que ha expresado sus legítimas inquietudes respecto al operar de las instituciones del país; y porque no pocos miembros de la sociedad civil (incluida la Iglesia católica) han sido acosados, asediados, acusados falsamente, encarcelados y hasta despojados de derechos básicos. En ese contexto, el domingo 12 de febrero, el propio papa Francisco pronunció un breve mensaje sobre cómo la situación de la nación centroamericana “le ha entristecido mucho”; dijo sentir real preocupación por el obispo Álvarez y por los presos políticos deportados a los Estados Unidos y concluyó: “Rezo por ellos y los que sufren en esa querida nación y pido a ustedes sus plegarias”. De inmediato hubo varios sectores –incluidos algunos dentro de la propia Iglesia católica– que consideran las palabras del pontífice como débiles o, peor, coludidas con “el comunismo” [sic] al no pedir o legitimar la intervención de otros poderes en la nación nicaragüense. Quienes piden esto, suelen ser fanáticos de un integrismo religioso y de un modelo de dominación hegemónica y atemporal; es curioso, sin embargo, que sean creyentes de esta época porque si hoy existe un intento de intervencionismo neocolonizador ideológico en el mundo es aquel que busca barrer las identidades religiosas de sus pueblos. Sólo basta con mirar los resolutivos legales internacionales contra la libertad religiosa y el apoyo a los regímenes que –aparentemente apropiándose de los valores religiosos de la población– limitan la libertad religiosa de sus conciudadanos y mantienen una trasnochada desconfianza a las instituciones de índole espiritual y religiosa. Aquí mismo hemos hablado de la prohibición de crucifijos, nacimientos y otras fiestas religiosas así como el intento de obligar a diferentes doctrinas a someterse a ideologías específicas. Sólo quien no esté a favor del intervencionismo podría estar de acuerdo con el genio Goethe: “Los diablos y los espectros, han de salir por donde entraron”. ¡Todo el ánimo al pueblo y a los amigos nicaragüenses!