Pbro. Eduardo Hayen/ Director de Presencia
Hace muchos años conocí a una compañera de trabajo cuya manera de pensar sobre la maternidad me dejó perplejo. Ella era soltera y nunca había podido tener una relación estable con un hombre que de verdad la quisiera. Entre amoríos fugitivos ella veía que los años pasaban y que ningún compromiso serio tocaba a su puerta. Convencida de que el matrimonio no era para ella, decidió embarazarse de un fulano y así tener un hijo en sus brazos con quien mitigar su soledad.
El mundo está lleno de mujeres que son madres solteras. A muchas, por ignorar la conexión que debe haber entre tener sexo y procreación, las embarazaron sus novios y éstos, una vez que se enteraron de que su niño iba a nacer, huyeron de toda responsabilidad y las abandonaron. Otras se divorciaron por una relación tóxica con sus maridos y tuvieron que criar solas a sus hijos. A otras más la muerte les arrebató a sus esposos y también se vieron forzadas a llevar el hogar y la crianza sin la ayuda de su pareja. Hay mujeres solas que decidieron adoptar a un niño para darle una vida mejor de la que un orfelinato pudo haberles dado. No las juzgamos sino al contrario, reconocemos y elogiamos su enorme labor. Muchas de ellas hicieron su papel lo mejor que pudieron e hicieron esfuerzos muy loables para darle lo mejor a sus hijos.
Lo que sí hemos de juzgar es el acto de buscar un embarazo deliberadamente para convertirse en madre soltera por capricho, sin darle padre a su hijo. La muchacha quiere un embarazo. Cuando sabe que está en sus días fértiles se arregla para estar guapa y por las noches se va en búsqueda de un hombre que le guste. Se imagina cómo será su hijo o su hija con la carga genética de su amante fugaz, y así lo utiliza para convertirlo en padre anónimo de su criatura. Sabe que no lo volverá a ver; sólo quería su esperma. Él, por su parte, nunca se enterará de que en el mundo habrá nacido un descendiente suyo. Después de utilizar para un rato a ella o a varias mujeres, quizá le quede la duda de si por ahí andará algún hijo suyo vagando por el mundo. No querrá nunca enterarse.
Hoy muchos niños no conocen a su papá. Ven que sus amigos y compañeros juegan béisbol o futbol con sus padres varones, ven que los llevan al cine y que conviven o viajan juntos, en familia. Esta carencia del padre les duele y se convierte en un tipo de discapacidad, en la minusvalía de no haber tenido un papá. Y todo porque la madre solamente pensó únicamente en ella, pero nunca en el derecho fundamental de su niño de aprender a amar y a crecer con un padre a su lado.
Los hijos necesitan no a una madre sola ni a un padre solo que los críe. Mucho menos necesitan a una pareja de mujeres o de hombres que los confundan. Necesitan a sus progenitores, padre y madre. No se trata de un capricho de los niños. Es parte del diseño original en el que Dios programó a la humanidad para que creciéramos con dos figuras parentales, un hombre y una mujer. Hay muchas madres solas que hacen una labor extraordinaria para sacar adelante a sus hijos, pero ellas son las primeras en admitir que están haciendo el trabajo de dos personas. Algunas dicen «hice el papel de madre y de padre», lo que es falso. Más bien hicieron un trabajo doble, pero jamás el papel de padre porque éste, con sus características varoniles propias, es insustituible.
Tener un hijo es muy diferente a tener una mascota en casa. Los perros y los gatos no tienen alma espiritual, y se les puede comprar en un criadero o en una tienda de animales. Los niños, en cambio, vienen al mundo como fruto de la entrega física y emocional de un hombre y una mujer que hablan el lenguaje del amor comprometido para siempre. Una vida humana no es una mercancía ni un juguete que se adquiere; tampoco existe el derecho a tener hijos. Un hijo es alguien que se recibe como un don de Dios y que tiene carácter sagrado porque está llamado a un destino eterno.
Dios no ama más a los hijos paridos en matrimonio que a los nacidos por el capricho de una mujer sola. Dios ama igualmente a todos. Pero si Él quiso que las personas entráramos en la vida a través del sistema que sabiamente diseñó, y que se llama «familia», es para salvaguardar el mayor bienestar para sus hijos. Respetar sus leyes es de sabios.