Rodrigo Guerra López/ Academia Pontifica de Ciencias Sociales
La pasión por la libertad es una dimensión constitutiva de todo ser humano. Las grandes pruebas que como humanidad hemos aprendido frente a autoritarismos de todo tipo a lo largo de la historia, nos dejan una gran lección: la libertad debe ser tan amplia como sea posible para que resulte auténticamente humana. Esto no quiere decir que este derecho fundamental no posea límites. Al contrario, la libertad precisamente para realizarse requiere de fronteras que no la autodestruyan. Y la frontera fundamental es la dignidad humana, tanto propia como ajena.
Con este parámetro bien definido, es preciso promover el mayor horizonte de libertad para emprender, para asociarse, para opinar. Todos necesitamos el más grande espacio de autonomía para luchar a favor de la justicia, para la solidaridad y para la creencia.
Los derechos humanos son la manifestación de la inalienable dignidad humana. Son la explicitación de cómo se vive con dignidad en diversos ámbitos de la existencia. Siempre es bello volver a leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En ella encontramos breves y potentes palabras que nos recuerdan que las aspiraciones más elevadas del hombre son las asociadas a la realización de un mundo sin temor, en el que todos “disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”.
Por eso es causa de dolor y de vergüenza cuando desde el poder alguien limita la libertad de expresión y/o de creencias, sea por el motivo que sea. Mientras estas libertades no conlleven excitativas de violencia, más vale no restringirlas en modo alguno. La libertad de expresión y de religión son dos de los lugares en los que un Estado de Derecho hace su test de verdad y de seriedad. Es en estos temas-límite en que las convicciones más profundas sobre la igual dignidad se verifican o se desploman. Por ello, es tan lamentable cuando algunos jueces restringen estos derechos a un sector o a otro.
La discriminación explícita o soterrada por motivos de raza, posición económica, preferencias políticas o convicciones éticas y religiosas no puede ser incentivada por nadie. En una sociedad plural, la verdadera tolerancia no sólo consiste en respetar la opinión del otro, sino en defender su libertad para expresarla. El contenido de lo que se expresa puede ser objeto de discusión racional, respetuosa y responsable. Pero mientras no sea apología y motivación para practicar conductas criminales, debe ser acogido como ejercicio de libertad.
Por estas razones es que resulta contradictorio afirmar que todas las personas poseemos igual dignidad y seguir defendiendo la decimonónica idea de que algún sector, como el de los ministros de culto, merece ser limitado o sancionado cuando sus opiniones versan sobre el compromiso social, la lucha por la justicia o la vigencia de derechos humanos. La legítima y necesaria separación entre Estado e iglesias no tiene primacía sobre la vigencia de los derechos humanos, sino al revés. San Oscar Romero, el Beato Miguel Agustín Pro SJ y sus compañeros mártires siguen dando testimonio de quién tiene la razón en estas delicadas materias.