Flor María Ramírez/ Vida Nueva Digital
La sierra chihuahuense -lugar de contrastes, de riquezas naturales que imponen y de un legado cultural marcado por los Tarahumara- fue en junio pasado epicentro de la violencia que brota y rebrota desde hace varios años en la zona, esta vez con el asesinato de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora a la defensa de un guía turístico de la zona.
En esa zona me tocó incursionar hace algunos años para hacer trabajo humanitario; se percibe aridez, hartazgo y ganas de huir. La esperanza desgastada por ser un corredor de tensa calma, con episodios violentos de todos los días, donde ya no hay respeto ni para el maestro ni para el doctor porque los actores armados vinculados al narcotráfico imponen su propia ley.
Ha pasado mucho tiempo para caer en la cuenta de que ni Chihuahua, ni México como país son lugares de paz. Esta vez también fue necesaria la condena internacional para reaccionar ante esta espiral que ha llegado a su límite. México es un país peligroso para los sacerdotes, para los policías y para los comerciantes de mercado, para las niñas y para las mujeres. ¿Quién puede sentirse seguro en un país con este grado de violencia?
Hace más de tres décadas, en 1989 cuando El Salvador vivía uno de los momentos más duros de su larga Guerra Civil que enfrentaba al Ejército con la guerrilla, ocurrió la indignante masacre de dos civiles que les apoyaban y los sacerdotes: Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes Mozo, Armando López Quintana y Juan Ramón Moreno Pardo. Aquel acontecimiento indignante ocurrió en un contexto de guerra y en la historia se le reconoce como un punto de inflexión en el conflicto, el cual aceleró las negociaciones que se concretaron en los Acuerdos de Paz de 1992 firmados aquí en México.
Pero este camino hacia la paz no garantizó el derecho a la justicia y la verdad a las víctimas. El devenir del caso ha ido entre la impunidad bajo la figura de amnistía y entre la jurisdicción de los tribunales nacionales e internacionales. Aún así, muchas generaciones renacimos con la paz en papel y aprendimos a caminar con esperanza.
¿Qué lograremos detonar en México después de la sangre derramada por muchos inocentes?
La Conferencia del Episcopado Mexicano ha convocado a la ‘Jornada de oración por la paz’ con acciones muy concretas durante el mes de julio como la celebración eucarística y acciones comunitarias en lugares significativos que representen a todas las personas que han desaparecido o sufrido una muerta violenta, incluyendo homicidios dolosos y feminicidios, periodistas, activistas.
Este llamado a la acción resulta ahora más que pertinente y es más bien urgente, una sociedad no puede permanecer indolente ante esta ola de violencia que apenas representa la punta del iceberg. Mi sentir al ver este nuevo asesinato es que estamos ante un punto de quiebre. Es el momento para dejar la tibieza, actuar hoy para que las generaciones venideras puedan sanar las heridas de la violencia y renacer con la luz y la esperanza.