Presentamos el segundo capítulo de esta serie sobre la teología del hogar, que nos explica cómo podemos tener una casa-un hogar en el que se encarne nuestra fe…
Realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía […]. No es sino la casa de Dios y la puerta del cielo (Gén 28, 16-17)
Chiti Hoyos/Autora
El mundo moderno tiende a rechazar la opción de quedarse en casa en lugar de trabajar fuera, como si eso fuese algo de lo que hay que huir. Sin embargo, todo el mundo desea tener un hogar y sentirse en él como en un santuario. Y es que un lugar donde se ha experimentado el amor que viene del cielo, difícilmente se olvida…
El decreto del Concilio Vaticano II titulado Sobre el apostolado de los laicos afirma que la familia cumplirá “su misión de ser célula primera y vital de la sociedad […] si por la piedad mutua de sus miembros y la oración dirigida a Dios en común, se presenta como un santuario doméstico de la Iglesia”. Eso mismo, pero más resumido, es lo que ponía Tertuliano en boca de los paganos cuando veían a las primeras comunidades cristianas: “¡Mirad cómo se aman!”.
Lugar santo
La palabra santuario viene de sanctus. Dios no solo quiere que tengamos hogares seguros, sino que tengamos hogares santos. Un santuario es un lugar donde se manifiesta lo divino y ¿qué hay más divino que el amor de Dios?
Por su naturaleza el hogar está destinado a ser un anticipo del cielo. Debe de ser lo suficientemente placentero como para permitirnos pregustar lo que vendrá, a modo de un pequeño Tabor en el que se pueda exclamar: “¡Qué bien se está aquí!”. El amor es lo único que nos podemos llevar al cielo; el Amor es el cielo mismo que baja a la tierra… Por eso, una casa donde se respira calor de hogar es descanso del alma y puerta del cielo.
Las últimas palabras del papa san Juan Pablo II fueron: “Dejadme ir a la Casa del Padre”, pero mucho antes que él fue Jesús quien habló del cielo como la casa de su Padre: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Si Jesús nos dice que el cielo es una casa, es porque una casa puede ser imagen del cielo.
- El calor del hogar
Cuando era pequeña jugaba con mis primos a correr y a pillarnos unos a otros. Estabas en peligro de que te pillaran hasta que tocabas una pared y gritabas: «¡Casa!». Entonces ya estabas seguro, a salvo. El hogar, entendido como el lugar donde estamos seguros, nos alimentamos, descansamos y nos sentimos amados tal y como somos es un entorno que nos hace capaces de vivir y amar libremente. ¡Hasta se nos permite llegar corriendo y sudados…! Incluso a las personas que provienen de familias rotas y que nunca han vivido en un auténtico hogar, la idea les atrae. ¿Por qué? ¿Cuál es la fascinación que ejerce el concepto de hogar?
La palabra ‘hogar’ tiene una etimología hermosa. Viene del latin focuˆ, que se puede traducir como fuego o como brasero.
Antiguamente había en cada casa un brasero, una llama viva que solía estar en el centro para calentarla entera. Así pues, la familia se reunía alrededor del brasero para calentarse, pero también para contar qué tal les había ido el día, hablar de historias antiguas y de deseos para el futuro, y, por supuesto, para rezar y dar gracias a Dios.
En el Antiguo Testamento se habla de un focus para hacer referencia al fuego que se mantenía permanentemente encendido sobre el altar del santuario. Dos fuegos, dos hogares en los que Dios es el centro.
San Carlos Borromeo decía que en una llama se pueden contemplar las tres virtudes teologales: la fe en su luz, la esperanza en la tendencia de la llama a subir y la caridad en el calor que desprende. El calor de hogar no es otra cosa que el amor que arde en los que lo habitan.
“El calor del hogar, el ejemplo doméstico, es capaz de enseñar muchas más cosas de las que pueden decir las palabras”. (Benedicto XVI)
Si el amor que reina en el hogar es un amor de caridad que se eleva hacia Dios y se extiende a los demás, y si además arde permanentemente, entonces el hogar se convierte en un santuario, pero para eso hay que cuidar la llama y avivarla para que no se apague. Hay que saber mantener el fuego encendido.
Si el Señor en su providencia ha dispuesto que tengáis una chimenea en casa, sabréis que a veces hay que echar más leña otras abrir una espita para que entre oxígeno, otras remover las brasas y otras aventar suavemente para que el fuego se avive. Pues bien, el Espíritu Santo es todo un experto; Él sabe lo que hace falta en cada momento. Él es la brisa suave, pero también las lenguas como llamaradas de Pentecostés³ y la columna de fuego que guiaba a los israelitas en el desierto. Para que se vuelque en nuestra casa podemos rezarle esta jaculatoria: “¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de este hogar y enciende en ellos el fuego de tu amor!”.
- Los caminos que conducen a casa
Chesterton decía que «hay dos formas de llegar a casa. Una de ellas es quedarse allí. La otra es caminar alrededor del mundo, hasta que lleguemos al mismo lugar». Antes de la pandemia de coronavirus, nos habíamos alejado de la noción de hogar como lugar donde se brinda seguridad, amor, orden, educación, hospitalidad y espiritualidad. Con la pandemia ocurrió algo extraordinario: todo el mundo se vio obligado a encerrarse en casa. En ese encierro forzoso, la gente aprovechó para arreglar sus casas, aprender a cocinar, buscar la belleza de las cosas pequeñas y compartirla con los demás. Recuerdo a varios músicos dando conciertos en los balcones y terrazas para ayudar a sus vecinos a mantener la calma y la esperanza. En muchas casas se recuperó la vida familiar. Padres e hijos volvieron a comer juntos, cuando antes apenas se veían hasta la noche.
Para mantener el ánimo jugaron, leyeron historias e hicieron toda clase de cosas en familia, poniendo el corazón en lo que hacían por el bien de los que amaban.
Mucha gente oía misa por internet para cuidar su vida espiritual. Ver la misa televisada no puede compararse con recibir el sacramento de la Eucaristía, pero es una manera de dejar que Dios entre en el hogar. Antes, muchos separaban su vida activa de su vida espiritual, acordándose de Dios una hora los domingos al ir a misa fuera de casa. Daba la sensación de que dentro del hogar se quedaban sin «cobertura espiritual». Hubo conversiones y en muchos hogares se empezó a rezar en familia. Fueron muchos los que mantuvieron una sonrisa heroica para no preocupar a los suyos. Se hicieron infinidad de sacrificios e increíbles obras de misericordia, compartiendo y donando todo lo que pudiera ser útil. En definitiva, se vivieron las virtudes en el entorno familiar y se empezaron a extender al resto de la sociedad. Así se volvió a descubrir la esencia del hogar. Se volvió al mismo sitio por otro lado.
Dios escribe derecho con reglones torcidos y no tengo ninguna duda de que el Espíritu Santo empezó a soplar en los días cercanos a la pandemia lo que ahora se conoce como teología del hogar, que es lo que necesita el mundo para este momento y que es obra suya.
- Permaneced en mi amor
Hacer de nuestros hogares un santuario no es llenarlos de comida rica o muebles cómodos. Aquí estamos pensando en el alma. Tenemos que buscar a Aquel que satisface todos los deseos de nuestro corazón: Dios.
Precisamente es Jesús quien nos desvela el secreto del hogar católico: “Permaneced en mi amor”, y quien quiere prender fuego al mundo – «He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!», haciendo de las familias ‘lamparillas del Santísimo’ que anuncien al visitante que Él está presente en esa casa.
La teología del hogar contiene una verdad espiritual vital podemos evangelizar con nuestras casas mientras limpiamos un armario aquí, hacemos una cama allá, cortamos patatas, rezamos, discutimos y nos reconciliamos… Todas esas cosas, visibles e invisibles, son evangelizadoras. Decía santo Tomás Moro que «los actos ordinarios que practicamos todos los días en casa son de más importancia para el alma de lo que su sencillez podría sugerir». Es increíble que estas pequeñas cosas sirvan para evangelizar, pero eso se debe a que la vida bajo el yugo suave del Amor nos enriquece a nosotros y a los demás, y encierra en sí misma una belleza humilde.
En el primer libro de teología del hogar de Carrie Gress hay una frase que me encantó: «Quizás no podamos lograr que todos nuestros amigos y conocidos entren en misa, pero podemos meterlos en nuestras cocinas». Cuando puse esa frase en redes sociales, una tuitera llamada Ana Belén me comentó que «si la cocina es el corazón de la casa, es como meterlos en el Corazón de Dios, si este está presente en el hogar». Estoy totalmente de acuerdo.
Vida plena
La vida hogareña diaria, con todas sus imperfecciones y luchas, su estrés y su alegría, su caos y su hospitalidad -¡y sus paredes con manchas de rotulador!- puede llevar a otros a descubrir que la vida es más plena, más segura, más emocionante y más satisfactoria si se vive desde el Corazón de Dios.
Visto así, el cuidado de una casa es más un honor que una obligación porque es el medio que nos permite proporcionar a los que amamos afecto, compañía y seguridad, no solo para estar cómodos, sino para vivir sanos, felices y libres. Todo ello es fundamental para que el ser humano esté equilibrado a nivel físico, psíquico y espiritual. Estas son las verdaderas riquezas del hogar, que rentan más que el dinero que tenemos en el banco.
La mejor de las metas es dar gloria a Dios con nuestras casas. De acuerdo, puede que a cualquiera que entre en mi sala de estar a primera hora de la mañana le parezca que está bastante lejos de dar gloria a Dios: zapatillas por todas partes, vasos de leche tomados a prisa, migajas de galletas, pantalones de pijama tirados aquí y allá… Desorden, suciedad y caos. Pero por encima de todo aletea el Espíritu Santo como en el Génesis, impulsándonos a poner orden en el caos y soplando en nuestros corazones, mientras nosotros suspiramos por alcanzar la sala de estar prometida… Por eso, a pesar del desorden, no debemos esperar a tener el hogar perfecto para abrirlo a los demás. Los apóstoles no eran perfectos cuando el Señor los mandó a evangelizar; el Señor los fue perfeccionando mientras cumplían la misión que Él les había encomendado.
Abrir la puerta
Yo aún no he conseguido cumplir los diez puntos del buen hogar católico y puede que a muchos lectores les pase lo mismo, pero solo con empezar con uno ya se está dando gloria a Dios. Con frecuencia actuamos como Zaqueo subidos a un sicomoro, contemplando lo bonito que sería que Jesús reinar en nuestras casas, mientras Él nos está metiendo prisa para que le abramos la puerta de una vez porque quiere instalarse en ellas y le tenemos esperando a la intemperie… En esto de la santidad tendemos a ver lo que falta más que lo que tenemos y eso es bueno; pero para que nuestra humildad sea verdadera debemos aprender a reconocer lo que Dios va haciendo en nuestras vidas.
Recuerdo un día en que mi marido estaba desbordado tratando de calmar a los niños, que no paraban de correr por toda la casa mientras él intentaba mantener una conversación tranquila. Mi suegro le miró a los ojos y le dijo: «Tus hijos son unos benditos». Donde nosotros veíamos solo superficialmente, él supo ver más allá: vio la realidad de su alegría. Vio que se sentían amados, seguros y felices. Estaban bendecidos -lo cual no quiere decir que a mi marido no le sigan entrando instintos asesinos a la hora de la siesta, pero eso no quita el hecho de que nuestros hijos son una bendición-. Sus gritos, sus peleas, sus besitos antes de acostarse y sus huellas por todas partes nos acercan cada día más a Dios.
Deberíamos dedicar más tiempo a pensar en cómo hacer que nuestros hogares puedan llevar a todos los que viven en ellos a la casa del Padre. Después de todo, el idioma del hogar es universal y eso es justo lo que significa la palabra «católico».