Pbro. Mario Arroyo Martínez/ Zenit
El placer de gastar es uno de los gustos más refinados de nuestra naturaleza humana. La navidad –paradójicamente- suele ser el tiempo más socorrido para cultivar tal placer, aunque, ciertamente, este año quizá tengamos algún reparo en regalarnos las consabidas visitas a las plazas comerciales, que añaden al gusto de comprar, el del pasear y soñar.
La crisis sanitaria puede frenar nuestro furor consumista, pero solo en forma relativa. Con ocho meses de pandemia a nuestra espalda, seguramente que ya habremos aprendido a manejarnos con soltura en Amazon o Mercado Libre.
Ahora bien, puede asomarse tímidamente en la conciencia la incómoda pregunta: “¿está mal comprarse algo excesivamente caro?, ¿darse un gusto caro, un capricho?” Hace un tiempo me formulaba esta cuestión una alumna que, en realidad, se sentía incómoda con las compras excesivamente costosas de su hermana. Intuía que algo andaba mal, pero no era capaz de formularlo. De hecho, se trataba de una cuestión de sensibilidad, ella la tenía, pero su hermana carecía de ella.
¿Está mal comprarse algo excesivamente costoso en navidad? La pregunta no va por el lado de la curiosa paradoja, por la cual, el nacimiento de un Niño pobre, desamparado, en la miseria más absoluta, es conmemorado con una febril fiesta consumista.
No va tampoco por el lado de catalogar a las acciones con el esquema, no siempre airoso, de si son o no pecado. Más que un asunto de complicadas argumentaciones, lejos también de cultivar emotivos sentimientos superficiales, se trata de una cuestión de sensibilidad, y esa se tiene o se carece de ella, pero su carencia denota una aguda pobreza espiritual.
Dos parámetros permiten encuadrar el problema: ¿Quién lo gasta?, y ¿en qué contexto lo gasta? Es decir, no es lo mismo un gasto excesivo por parte de un adolescente pudiente, que el mismo gasto realizado por un hombre que inaugura así su jubilación, es decir, con toda una vida de trabajo a sus espaldas y cuando ya su familia ha salido adelante y está convenientemente situada.
No es lo mismo un gasto grande en una sociedad desarrollada, donde apenas se percibe la pobreza, como podría ser Noruega o Suiza, que en Latinoamérica, donde la pobreza campea a cada esquina de las calles, gritando su presencia, pues es ineludible.
Así, probablemente manejar un Ferrari en el norte de Italia, en Suiza o en Dubái no resulte escandaloso; pero hacerlo en las calles de México o Lima sí que lo es. Supone gritar a los mendigos que pululan por las calles nuestra cruel indiferencia a su difícil situación.
Manifiesta ausencia de empatía por sus problemas y una marcada indolencia social. Todo ello cauterizado con el pobre argumento: “no le hago mal a nadie, pago mis impuestos”. Ciertamente, el que puede poseer algún artículo lujoso probablemente obtuvo sus medios honestamente.
Pero darse un lujo que además es notorio, frente a personas que no tienen asegurada su subsistencia, un techo digno, una asistencia sanitaria conveniente, supone perder una especie de sentido social, la sensibilidad por el contexto. Dicha sensibilidad percibe que algunos gastos son insultantes en determinados entornos, como los de la pobreza endémica de Latinoamérica.
¿Cómo saber si me estoy pasando de los gastos? No es sencillo. No hay una tabla rígida. Pero algunas preguntas nos pueden ayudar. Si el regalo en cuestión cuesta más dinero del que puede ganar el empleado de mi casa –cocinera, chofer, afanadora- o mi oficina –personal de intendencia- en un año de trabajo, claramente es un gasto exorbitante.
No debemos pensar que esto es imposible, ni siquiera infrecuente; revisando precios, uno puede ver cómo no bastan tres años de trabajo, con el sueldo mínimo, para comprar algunos bolsos Louis Vuitton, Gucci o Dolce & Gabanna.
En cualquier caso, el mensaje es claro: es bueno pararse a pensar un momento antes de hacer un gasto caro, considerando el entorno social. Conviene recordar, a tal efecto, que lo importante es el detalle, el mostrarle a una persona como es valiosa para nosotros, no cuanto gastamos, ni la marca que compramos.
Poder hacer un gasto no significa automáticamente que sea la mejor elección realizarlo; privarnos de ese gusto, pudiendo dárnoslo, supone poseer una delicada conciencia social.