Roberto O’Farrill Corona
El amor es un proceso que, como tal, nace, crece y se desarrolla, es un proceso que inicia con el enamoramiento y que puede ser efímero o perdurar para siempre. El enamoramiento surge de la atracción, de la que se deriva la entrega mutua.
En el proceso del amor, con el término en griego agapé se indica el amor oblativo, o de entrega, de quien busca exclusivamente el bien del otro, en tanto que con el término eros se define el amor de quien desea poseer lo que le falta y anhela el amor del amado. No se trata de dos tipos diversos de amor o de amores diferentes, sino que esta es en sí misma la mejor definición del proceso del amor, amor oblativo y amor erótico.
En su Carta Encíclica Deus caritas est, el papa Benedicto XVI explica que “los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano “ y agrega que “consideraban el eros como un arrebato, una locura divina que prevalece sobre la razón, que arranca al hombre de la limitación de su existencia y, en este quedar estremecido por una potencia divina, le hace experimentar la dicha más alta”.
En efecto, del amor, que para los griegos era como una locura divina, también puede decirse que es como una herida abierta que solamente haya consuelo en el encuentro con el amado o la amada, pues el uno es la medicina del otro y viceversa, como si fuese una enfermedad de la que ninguno quiere curarse, pues prefiere seguir enamorado porque su alegría o complacencia no la encuentra en sí mismo sino en el otro.
En la Sagrada Escritura, el libro de El Cantar de los Cantares, es decir, el Cantar por excelencia o el Cantar más bello, canta en una serie de poemas el amor mutuo de un Amado y una Amada, que se juntan y se pierden, se buscan y se encuentran. Atribuido a la autoría de Salomón, el gran sabio, el texto enseña a su manera la bondad y la dignidad del amor que acerca al hombre y a la mujer, destruye los mitos que se le adherían entonces y lo libera de las ataduras del puritanismo como también de las licencias del erotismo, y desde la visión cristiana occidental el libro expresa las relaciones de Cristo con su Iglesia o la unión de las almas con Dios que es amor, como el admirable uso que de los textos hicieron grandes místicos como san Juan de la Cruz.
“Entre el amor y lo divino existe una cierta relación: el amor promete infinidad, eternidad, una realidad más grande y completamente distinta de nuestra existencia cotidiana” asegura el papa Benedicto en su Ecíclica, pero explica que “al mismo tiempo se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros, sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza, cosa que depende de la constitución del ser humano, que está compuesto de cuerpo y alma. El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne, espíritu y cuerpo perderían su dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza”.
El ser humano, constituido por mente, cuerpo, alma y espíritu, encuentra este desarrollo del proceso del amor en sus entrañas, es decir, en su interioridad, en eso a lo que la tradición ha gustado en llamar el Corazón, pues es evidente que es en el proceso del amor donde el espíritu y la materia se compenetran recíprocamente, adquiriendo ambos, precisamente en el amor, una nueva nobleza que eleva al ser humano por encima de todas las creaturas.
Que el amor pueda ser efímero, eso le corresponde al enamoramiento como comienzo del proceso del amor, pero que el amor pueda durar siempre, y ser para siempre, eso le corresponde ya a cada uno de los que se aman, pues tanto el eros como el agapé son la fuerza que hace que los amantes no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman, haciendo resonar las palabras de Cristo: “Nadie ama tanto como aquel que da la vida por los que ama”.