Roberto O’Farrill Corona/ periodista católico
Luego de haber llamado a sus primeros cuatro primeros discípulos, Simón, Andrés, Santiago y Juan, el Señor fue a buscar al quinto de ellos: “Salió de nuevo por la orilla del mar, toda la gente acudía a él, y él les enseñaba. Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió” (Mc 2,13-14). Toda la gente acudía a él, excepto Leví, considerado, por ser publicano, como el más grande pecador.
Los pueblos conquistados por Roma estaban obligados a pagar tributo al imperio, en dinero o en especie. Roma ofrecía, a cambio, la defensa del territorio ante cualquier otro invasor y la seguridad de la paz social, la Pax Romana. El pago del tributo era obligatorio y el castigo por no pagarlo era la esclavitud o la crucifixión.
Los cobradores romanos del tributo eran eficaces, pero su tarea se les complicó con Israel, este pueblo teocéntrico que consideraba al dinero como ofrenda para Dios. Los israelitas se resistían a pagar el tributo porque sería blasfemia entregar la ofrenda a paganos que habían divinizado a su emperador. Pero de entre los israelitas, algunos de ellos, los publicanos, habían tomado acuerdos con la autoridad romana para ser cobradores del tributo a cambio de recibir una parte de lo cobrado. Eran pecadores de la más baja estofa, eran blasfemos y traidores a su pueblo.
Leví, uno de estos marginados, uno de los días de su vida vio venir hacia sí a Jesús, quien fijando en él su mirada le hizo saber que él podría ser uno de los suyos. ¿Qué le habrá dicho a Leví? ¿Qué gesto apreció el publicano en el rostro del Señor? ¿Cómo fue ese cruce de miradas entre el Redentor y el pecador? El evangelista refiere la consecuencia del encuentro: Él se levantó y le siguió. Esta fue la parte que le correspondió a Leví, responder al llamado. El relato se asemeja a la parábola del hijo pródigo en la reflexión: “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti” (Lc 15,17).
Ahora, el pecador ha sido buscado y querido por Dios, quien a nadie excluye. Algunos, como Leví, deciden levantarse y seguirlo, pero otros no, quedándose en su propio inmovilismo que les impide el encuentro con Cristo, como poéticamente lo describe Lope de Vega en una de sus “Rimas sacras”:
“¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
«Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuánto amor llamar porfía»!
¡Y cuántas, hermosura soberana,
«Mañana le abriremos», respondía,
para lo mismo responder mañana!”
Leví es como la oveja perdida (Crf Lc 15,4-7), pues Jesús ha ido en su búsqueda para traerlo de regreso. El pueblo tenía a Leví como un pecador sin remedio, irrecuperable. Él, sabiéndose condenado por todos, se gozaba en hacer de ellos sus víctimas en un aciago círculo sin solución, y el estigma que pesaba sobre Leví lo hundía más en su propia maldad, pero el Señor puso la solución, lo buscó y lo ganó para sí.
¿Quién, siendo pastor, dejaría a 99 ovejas, para ir en busca de una que se ha perdido? Cualquier pastor optaría por dar por perdida a la oveja extraviada, pero Jesús hace cosas fuera de serie, pues él mira lo que nosotros no vemos y escucha lo que no oímos.
El pintor barroco Michelangelo Da Merisi, el Caravaggio (1571-161), plasmó en un lienzo el momento en que Jesús, acompañado por san Pedro, llama a Leví. Es el primero de tres cuadros que decoran la capilla de san Mateo de la iglesia de san Luis rey de Francia, en Roma. En el segundo cuadro presenta a san Mateo escribiendo el Evangelio, y en el tercero, el martirio de san Mateo. Son los tres momentos más importantes en la vida de este evangelista: cuando Jesús lo llamó, cuando escribió acerca del Señor y cuando entró a la vida eterna. En efecto, el Señor convirtió al gran pecador en discípulo, apóstol y evangelista. Sólo Dios puede aniquilar al dragón que habita en nuestro interior, sólo Él puede transformar lo peor en lo mejor. Y sólo pronunció una palabra: Sígueme. Pero fue como si en esa palabra la vida le hubiese hablado a la muerte.