Mons. J. Guadalupe Torres Campos/ Obispo de Ciudad Juárez
Queridos hermanos, les saludo con mucha alegría deseando estén bien en este domingo, día del Señor. Estamos en el domingo XXX del Tiempo Ordinario. Por una parte, gracias a Dios este sábado hemos celebrado este hermosísimo Rosario Viviente con gran participación de fieles, desde la marcha y en el Estadio rezando el Rosario, cantando a la Virgen y reflexionado sobre la paz tan necesaria en el mundo.
Por otra parte, prácticamente comenzamos un nuevo mes con dos eventos muy significativos, el primero de noviembre, Día de Todos los Santos y el otro, que va muy relacionado 2 de noviembre, los fieles difuntos.
Los invito a resaltar a ese llamado a la santidad, porque todos somos llamados a ser santos y también el tema de los fieles difuntos, recordar que creemos en la resurrección, en que no termina todo con la muerte, entonces darle el sentido cristiano a esta muerte: llamados a la Vida Eterna, a estar con Dios; orar por ellos y como decimos, que descansen en paz, en el Señor.
En este domingo del tiempo ordinario, el texto del Evangelio es breve, pero nos marca lo esencial de Cristo, lo más importante para el cristiano, lo que debe vivir diariamente.
Jesús había dejado callados a los saduceos, entonces un doctor de la ley le pregunta -como siempre para ponerlo a prueba-: “Maestro, ¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?”,
los estudiosos dicen que el doctor de la ley sabia la respuesta, aunque una cosa es conocerla y otra ponerla en práctica. Jesús responde muy claramente lo que es el centro de la ley de Dios y de la vida Cristiana: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Pero esto lo une con otro más importante: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Hermanos, al igual que el doctor de la ley conocemos muy bien este mandamiento, lo aprendimos desde el Catecismo, conocemos el mandato, la pregunta es: ¿Lo vivo? ¿De verdad amo a Dios y a mi prójimo? Y evaluando nuestra vida debemos reconocer que andamos muy lejos de vivir a plenitud este mandamiento, por todo lo que sucede en mi vida, porque peco, porque ofendo, porque traigo sentimientos feos. Así vemos la humanidad: estas guerras, esta pobreza, este destrozar la Creación, tantas injusticias, maldad, todo lo que está pasando es signo de que no amamos a Dios, y en consecuencia no amamos al prójimo.
Entonces la Palabra de Dios me interpela y nos debe interpelar a todos a una conversión, a un cambio, dejar atrás mi pecado y egoísmo… conozco este mandamiento, pero hay que vivirlo, me arrepiento, pido perdón por ser pecador y volverme a Cristo para amarle y amar a mi prójimo.
En la medida que vayamos alcanzando esta dimensión del mandamiento del amor, dejará de haber guerras, injusticias, divisiones, mentiras, odios.
Por eso desde la oración colecta, hermosa, nos centra cómo debe ser nuestra oración, qué debemos pedir siempre a Dios: aumenta en nosotros la fe, esperanza y caridad, las tres virtudes teológicas. Partimos de que sí tenemos estas virtudes y si no las tengo, pedirlas. Creo, pero mi fe está tambaleándose; tengo esperanza, pero dudo; tengo caridad, pero mínima. Aumenta en mí estas virtudes para que merezcamos alcanzar lo que nos prometes: La vida eterna, la salvación, la redención que ha realizado con su Muerte y Resurrección. Por eso conecto esto con estos días de Todos los Santos y los fieles difuntos, nos promete la santidad y la vida eterna.
Aumentar fe, esperanza y caridad…y entonces se entiende amar a Dios y al prójimo. Cada quien, como cristianos católicos, hacer el bien, pensar en el otro.
¿Qué hay que cambiar, hacer o quitar?: Primero: Aceptar la Palabra de Dios, cada domingo, la lectio divina, abandonar los ídolos -ideologías, doctrinas, posturas-; segundo: Convertirme a Dios, cambiar de corazón para ir a lo tercero: Servir.
Entonces las tres virtudes deben ir a la par: tengo fe, pero aumenta mi fe; confío en Dios, tengo mi esperanza en Dios, pero auméntala; y también aumenta la caridad para con nuestros hermanos.
Hagamos oración, profundicemos la Palabra de Dios, confesarnos frecuentemente, la Eucaristía como centro y alimento, fuente de vida, meta de nuestra vida cristiana, y la caridad y el servicio, eso es amar a Dios con todo el corazón y amar al prójimo como a ti mismo.
La bendición de Dios permanezca siempre con ustedes. Cuídense mucho.