Pbro. Javier Gómez/ Párroco de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos
Hay una idea que se repite en nuestras lecturas de este domingo: «lo que Él abra, nadie lo cerrará; lo que Él cierre, nadie lo abrirá», dice el profeta Isaías refiriéndose al nuevo mayordomo del palacio real. Jesús por su parte le dice a Pedro: «todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo. Estas palabras del Señor, séanos permitido destacarlo, no fueron dichas a ninguna otra persona en ninguna otra circunstancia.
Ante la pregunta de Cristo: ¿Quien dicen ustedes que soy Yo? Pedro tomó la palabra y dijo: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús le respondió: “¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”.
Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo”.
La respuesta inspirada de Pedro es el conocimiento interior prometido por Dios
para aquellos con quienes establece la nueva alianza: «todos me conocerán». Su Iglesia es el nuevo pueblo, con un mandamiento nuevo, con una doctrina nueva, llamada a crear hombres nuevos bajo la guía del Vicario de Cristo, el sucesor de Pedro.
Te daré las llaves
Esto no se reduce a la interpretacion protestante: El servicio de las llaves: Es el anuncio del Reino de Dios, pues a través de la predicación la gente entra al Reino. Las palabras de Pedro son expresión de la fe de todos los creyentes, de modo que lo que dice Cristo finalmente debe entenderse de la Iglesia entera. La única preminencia de Pedro fue el honor de abrir primero que ellos las puertas del Evangelio para el mundo. Las llaves indican la capacidad de explicar y anunciar la verdad del Evangelio.
San Agustín escribe a este propósito:
“La Iglesia ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la Sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado”. San Juan Crisóstomo llega a más cuando afirma:
“Los sacerdotes han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles…Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo». Descubrimos pues, que en Pedro Dios ha depositado en su Iglesia Potestad jurídica.
Potestad no sólo en lo que se refiere al gobierno y dirección de los caminos de la Iglesia, sino también en lo referente al progreso y crecimiento espiritual: el perdón de los pecados.
Jesús otorgó a sus discípulos el poder para perdonar los pecados de los fieles, que en condición de fe, manifiesten su arrepentimiento. También propició las formas para que este sacramento sea transmitido entre los clérigos de manera de poder aplicar esta sagrada bendición de forma universal.
Aquí tenemos un punto firme y seguro de nuestra fe porque Jesucristo quiso edificar su Iglesia sobre Pedro y sus sucesores.
En sus enseñanzas y en su Magisterio pontificio hallamos una roca inconmovible de frente a los oleajes de confusión doctrinal que hoy en día se arremolinan por doquier, sobre todo en todas esas sectas que quieren asolar y engañar a los fieles católicos.
En el Papa, en los obispos y en los sacerdotes fieles, es decir, en todos aquellos que reconocen la autoridad del Romano Pontífice, siguen su Magisterio y transmiten sus enseñanzas encontramos al mismo Cristo, Buen Pastor, que guía a sus ovejas a los pastos del cielo.
¡Escuchemos su voz, sigamos sus huellas, imitemos su ejemplo de amor, de santidad y de entrega incondicional para el bien de todos los hombres, nuestros hermanos!
Que este sea hoy nuestro compromiso: vivir, defender y proclamar nuestra fe católica,
en obediencia al Papa y a nuestros pastores; y, si Dios lo permitiera, también pedirle la gracia de morir por ella.
Que Dios así nos lo conceda y desde ahora proclamar nuestra fe con nuestras propias obras.