Sergio Madero Villanueva/ Abogado
Debería estar recalentando un tamal y sosteniendo una taza de ponche para calentarme las manos, pero me quedó una inquietud después de escuchar el evangelio de Lucas que dice “Por aquellos días salió un decreto del emperador Augusto…” (Lc. 2, 1), cita que permite ubicar en la historia el nacimiento de nuestro redentor, y que trajo a mi mente,más de treinta años después,algo que estudié en mi clase de derecho romano, un poco de la historia de ese pueblo.
Octavio era hijo y heredero de Julio César, aquel cónsul que fue muerto en las escalinatas del senado por un grupo de conspiradores entre los cuales se encontraba el mismo Brutus, a quien Julio César consideraba como un hijo. Tras el homicidio, Octavio se alía con Marco Antonio, el general más famoso al servicio de su padre, y con otro Marco, Emilio Lépido, y entre los tres logran el control del ya vasto imperio Romano.
Después, Octavio y Marco Antonio tienen sus diferencias, pero el hijo del César se impone al general y termina así una prolongada guerra civil; por ello se dice que Octavio es el constructor de la Pax Romana.
La construcción de la Pax Romana fue considerada por aquel pueblo como una obra prodigiosa que superaba la capacidad de cualquier persona. Seguramente promovida desde las esferas del poder y por los partidarios de Octavio, se fue generalizando el rumor de que aquel era un enviado divino. Se generaron mitos sobre su persona, como el que cuenta Suetonio sobre el que Atia, madre de Octavio, lo dio a luz diez meses después de haber tenido una experiencia mística al visitar un templo de Apolo.
¿Y por qué le hablo de todo esto? Porque los rumores se convirtieron en clamor entre el pueblo romano y en el año 27 a.C. al ya nombrado emperador Octavio se le concedió el título de augusto, que es como Lucas se refiere a él. Augusto significaba “venerable”, es decir, Octavio fue declarado digno de veneración. Tras su muerte fue declarado Dios, y se distribuyeron estatuas de su persona por todo el imperio para que los romanos pudieran rendirle culto.
Y bajo el imperio de una persona tan poderosa, en medio de una cultura que divinizó, no ya a las fuerzas de la naturaleza como lo habían hecho todos los pueblos, sino que convirtió en dioses a simples hombres, viene Dios y se hace hombre. No aparece como el poderoso guerrero esperado por los judíos, nace, indefenso como cualquier bebé, dependiendo para todo de sus padres.
Si Octavio Augusto puso orden en el inmenso imperio romano, Jesús nace en el desorden de un corral, un espacio reducido donde los animales reposan, comen y defecan; y duerme tranquilo en el pesebre.
Mucho se ha hablado de la humildad de Dios al manifestarse en esa pequeñez, esta Navidad me encontré con esta confrontación, la magnitud de Augusto que ordena, la actitud obediente de José que se somete; el rechazo de los vecinos a María que está a punto de dar a luz y termina haciéndolo en un lugar muy poco propicio para hacerlo… y entonces me dije, lo hizo así para poder nacer en mi corazón.
En ocasiones me abstengo de acudir al Señor porque no me considero “purificado”, pero Él conoce mi desorden y todo lo que busca es un pequeño espacio, que le dé un pesebre donde reposar, para desde ahí cumplir su misión de redimir mis pecados.
Las necesidades mundanas me llaman a poner el tamal en el comal y dejo el tema aquí, no sin desearle una muy feliz Pascua Navideña esperando la oportunidad para continuar hablando de…