Pbro. Leonel Larios Medina/ Rector de la Catedral de Parral
En días pasados se dio nuevamente una tragedia involucrando a decenas de migrantes. No fue el encontrarlos muertos dentro de una caja de un camión abandonado, o muertos de sed en el desierto; ni ahogados en el paso del Río Bravo, tampoco por proyectiles de la “Migra”, murieron por inhalar el humo del incendio provocado dentro de una celda de custodia en el Instituto Nacional de Migración.
Cuando pasa algo así, se empieza a buscar a los culpables. Hay voces que dicen que fueron ellos, los que lo provocaron, pensando que sin más les abrirían las puertas y así no serían exiliados como les anunciaron horas antes del lamentable y triste hecho. Custodios preocupados por extinguir el fuego y no por salvar las vidas de sus hermanos, en fin, el resultado fatal fue casi cuarenta muertos de sesenta y ocho que ahí estaban. Hermanos que son más que una simple cifra para llenar papeles.
El tema migratorio es complicado. Les comparto que yo estuve siete años en Europa, cuatro de ellos trabajando y conviviendo con migrantes, tres estudiando temas relacionado con ellos y compañeros de universidad, todos éramos extranjeros. El viacrucis empieza en casa, para ellos, pues hay condiciones insoportables que los hacen empezar a caminar o buscar un bote o pagar al “pollero” para que los pase. Venden lo poco que les quedaba, embargan hasta la propia dignidad que los lleva a comprar boletos solo de ida, por el regreso no parece ser opción. Y se aventuran a buscar nuevas tierras y al menos oportunidades.
El país anfitrión o huésped, enfrenta la dificultad de abrir sus puertas. Hay comentarios de todos. Los cerrados que dicen que llega la escoria de otros lugares y acabaran con el sistema que les ha llevado años construir. Otros, los menos, ven en ellos sangre nueva que evitará las enfermedades de mezclarse solo entre ellos. Guerras, hambre y pobreza, son las principales causas que hacen mover multitudes. Europa se llena de africanos y musulmanes, Estados Unidos de Norteamérica de latinoamericanos, China de paisanos de otras regiones, parece que los siglos no han sido suficientes para enseñarnos a convivir con el vecino de al lado.
La Iglesia ha trabajado siempre con migrantes, retomando no solo la tradición judía del buen trato al forastero, aludiendo a la esclavitud de Egipto, sino en la parábola del Buen Samaritano, aplicada a Cristo, que nos enseña a dar posada al peregrino. Los documentos más recientes hablan de buscar abrir espacios al hermano, integrarlo y estar dispuesto a vivir con la multiculturalidad. A no ver en el otro al enemigo, sino tierra sagrada, ante quien debemos reverencia. El Papa ha incitado innumerables ocasiones a los jefes de estado a buscar caminos de comunión y políticas migratorias más humanas.
Políticas migratorias justas no son sencillas, siempre habrá quien pretenda abusar de privilegios, documentos falsos, redes de tráfico humano que no quieren que acabe su negocio, culturas que quieran recibir a gente para explotarla sin brindarles el mínimo de seguridad social, y en cualquier momento poder prescindir de ellos deportándolos. En el fondo, descubrimos que la migración tiene principalmente dos puntos a resolver, insisto no de manera rápida y fácil.
El primero sería eliminar las causas que generan pobreza en los países de origen. El segundo, una cultura que sepa enriquecerse con la presencia del otro y tener mecanismos claros de inserción, educación y trabajo. Las fronteras no soportarán los gritos de pobreza, ni las barreras de policías. Necesitamos corazones que ante todo abran la puerta.