Felipe de Jesús Monroy/ Periodista Católico
Basta asomarse por la ventana para comprobar que este año tuvo tintes de horror; y la terrible estampa se desvela aún más cruda cuando se siguen las noticias. La angustiante realidad ha afectado todas las dimensiones de las relaciones humanas, incluso las de su psique y su vida espiritual.
La pandemia de COVID sin duda cambió el rostro y el ritmo de las comunidades religiosas en todo el mundo; al transformarse la vida cotidiana de las personas, era imposible que la relación de la humanidad con la divinidad permaneciera igual. Es cierto que el avance de un estilo de vida más próximo al consumismo y al vertiginoso operar de los días ha alejado a millones de personas de la experiencia espiritual que hubo acompañado a generaciones enteras.
Hasta inicios del 2020, casi todas las encuestas alrededor del mundo reflejaban un crecimiento potencial de la población que se declara atea o agnóstica; México casi alcanzó los 5 millones de habitantes sin religión en la segunda década del siglo XXI y a nivel mundial las naciones fluctuaban entre un 7 y 30 por ciento de ateos en sus pueblos.
La existencia en un mundo demasiado ajetreado, atestado e hiperdinámico, junto a las expresiones poco atractivas de fanatismos religiosos, parecían no fomentar una relación sana y trascendental en los hombres y mujeres del siglo XXI, ni para voltear hacia el cielo de la promesa eterna ni para escudriñar en el interior del incognoscible cosmos del alma las respuestas a las insondables interrogantes de la existencia.
El próximo 25 de enero, el INEGI publicará los primeros resultados del Censo de Población y Vivienda en México, una encuesta que se realizó a caballo en los primeros días de la pandemia. Aún no sabemos qué respuestas frente a la religión habrán expresado los mexicanos en el censo, pero es probable que justo en este momento crítico, diez meses después de las primeras señales de alerta global por el coronavirus, muchos habrán cambiado de parecer.
Las instituciones religiosas de todos los credos y denominaciones se han enfrentado a una grave disyuntiva de actitud frente a la realidad pandémica: asirse de su cotidiana expresión (sus ritos y cultos, sus celebraciones, peregrinajes y fiestas) como de un clavo ardiente ante el progresivo desmoronamiento del mundo conocido; o sumergirse de lleno junto a la humanidad en un abismo de incertidumbre, en un nuevo desierto donde prevalecen las preguntas mientras las respuestas se evaporan entre el silencio.
En todo caso, ha sido un año difícil para la humanidad en su relación con Dios: Para quienes siguen siendo creyentes, aunque no puedan expresar su espiritualidad en la forma como lo hacían; y para los que habían renunciado a la fe, aunque parezca que confiar en la esperanza sea la última carta bajo el pobre mazo de nuestros recursos y capacidades. Esto es, las fronteras entre lo sagrado y lo profano fueron alteradas de golpe y redefinidas en posiciones que quizá aún no alcanzamos a asimilar.
De las comunidades religiosas que no quisieron renunciar a sus hábitos congregacionales (aunque en el proceso lleven la carga de la enfermedad o muerte de algún inocente) a los fieles que siguen esperando el prodigio detrás de sus ventanas, la experiencia religiosa ha sido radicalmente afectada por la pandemia.
Hay ministros que miran con angustia los templos de sus rituales o las arcas de sus limosnas y no pueden sino pensar que éste ha sido ‘un año sin Dios’; hay fieles orantes cuyas desesperadas plegarias ante la pérdida parecieron no ser respondidas y es probable que hoy piensen que éste ha sido ‘un año sin Dios’; hay siervos devotos que han obedecido la regla de oro, auxiliado en todo lo posible al prójimo sin que nada de eso impacte verdaderamente y ahora, vacíos de sentido, exhalan agotados mientras la idea de ‘un año sin Dios’ se asoma entre su congoja.
Para los sociólogos, no obstante, el rostro moderadamente comprensible de la religión no está en la esencia de la divinidad sino en el funcionamiento de las instituciones religiosas y la manera en que modelan la vida de los fieles hacia un orden y una razón; y, debemos decirlo, el 2020 ha sido un año fundamentalmente caótico.
Quizá el 2021 traiga la oportunidad de reorientar la relación de la humanidad con la espiritualidad; de reparar con nuevas expresiones y lenguajes el camino en el que los pueblos siempre han encontrado el sentido, el espacio en el que se sientan partícipes de la trascendencia, la realidad que no ha sido despojada de perennidad y eficacia. Las instituciones religiosas que lo comprendan y asuman podrán acompañar al hombre en una nueva época de su siempre frágil existencia.