Felipe Monroy/ Periodista católico
Por estas fechas se cumplen 20 años desde que el diario The Boston Globe comenzó a desgranar con seriedad las investigaciones sobre abuso sexual contra menores cometidos por ministros de culto; aquella audacia inició, para bien, un cambio de actitud y diálogo social que -aunque a veces es un poco dramático- ha servido para que una de las instituciones más grandes, más históricas y con mayor influencia en el mundo occidental (la Iglesia católica) emprendiera un doloroso camino para cambiar sus leyes, reglas y actitudes respecto a su responsabilidad en este flagelo. Es cierto que a finales de los 80 en los Estados Unidos ya se había hecho público el caso del párroco Gilbert Gauthe quien abusó de varios menores aún cuando su superior ya tenía varias denuncias en su contra y hasta la propia confesión del cura sobre sus delitos. Sin embargo, no fue hasta el 2002 -tras los sólidos reportajes que no sólo evidenciaron cientos de abusos sino el sistemático ‘traslado, protección y silencio’ que los obispos católicos otorgaban a los criminales o presuntos abusadores- que los obispos de EU aprobaron la Carta de Protección de Niños y Jóvenes a petición del papa Juan Pablo II. Por primera vez, se acordó que los sacerdotes hallados culpables de abuso contra menores fueran expulsados del ministerio. Aquello fue un primer avance pero, a todas luces, insuficiente. En las últimas dos décadas, la Iglesia católica en todo el mundo se ha visto obligada a responder en otras dimensiones del abuso: desde participar activamente con las autoridades judiciales en los distintos momentos de las denuncias hasta atender la responsabilidad de encubrimiento cuando un superior oculta, maliforma o trivializa las acusaciones de las víctimas. Hoy, producto de un largo e inacabado proceso de aprendizaje, la Iglesia católica cuenta con un inmenso bagaje doctrinal, legal, académico y testimonial que, lejos de querer ‘resolver’, busca comprender y atender el fenómeno de abusos sexuales contra menores y personas vulnerables; busca prevenir no sólo el abuso en las instituciones religiosas católicas sino las perniciosas prácticas de encubrimiento y, cuando ocurra algún delito, facilitar servicios de acompañamiento integral a las víctimas y a las familias así como encontrar mecanismos de reparación. No obstante, la tentación de que la lucha y prevención de los abusos en la Iglesia sea “cosmética o simulada” aún es mayúscula; así lo advirtió recientemente el sacerdote director del Centro de Investigación y Formación Interdisciplinar para la Protección del Menor en América Latina, Daniel Portillo: “El intento de parecer que estamos haciendo algo en la superficie, cuando en el fondo no estamos haciendo nada”. Portillo, quizá el mayor experto en situaciones de abuso sexual en la Iglesia latinoamericana lamentó que los episcopados y congregaciones nombren comisiones de prevención y atención que al final no resultan operativas o que no atienden personal y directamente a las víctimas sino a través de correos electrónicos o líneas telefónicas. No lo dice, pero detrás de ese proceder puede esconderse el pecado de soberbia. Y esa es la actitud que más daño hace a la sociedad junto con los abusos. No sólo el abuso es una agresión física y emocional que se limita al tiempo y al espacio de los ataques; el abuso puede perpetuarse al no reconocerle a las víctimas el derecho de ser víctimas, al no ser escuchados, al ser representados por otras personas o al ser presionados para aceptar que el camino de la reparación debe ser como otros dicen y no cómo la víctima quiere y necesita. Esto es algo que algún miembro sensato la Iglesia de la Luz del Mundo debe contemplar con profundidad luego de las inmensas denuncias contra su líder Naasón Joaquín García y la reciente sentencia de 16 años de prisión que ha recibido en Los Ángeles por abuso sexual de menores. Las pruebas son irrefutables; las voces de las víctimas, escalofriantes. Los abogados del pastor le han recomendado declararse culpable de los delitos como estrategia y para evitar que el juicio lo lleve a cadena perpetua. Así que, para dolor de las víctimas, quizá haya un escenario futuro del depredador sexual fuera de las rejas. Ojalá que -parafraseando la arenga- las voces que hoy son acalladas y minimizadas por los defensores del líder religioso, sean semillas de un futuro más justo y promisorio para todos.