Ianire Angulo Ordorika, ESSE
No hace mucho que hablaba sobre ese gen que aún está por descubrir en el ADN y que determina nuestro gusto por viajar, especialmente si se requiere usar un avión o recurrir al pasaporte. La semana pasada estuve en Perú, y aunque mi estancia se haya reducido a apenas ocho días, siempre hay oportunidades para disfrutar, aprender y, sobre todo, encontrarme con personas. Entre las experiencias que me traigo se encuentra la visita a algunas capillas de Villa María del Triunfo, una zona en los cerros del sur de Lima que me enseñó Diego, misionero de la Comunidad Misionera de Villaregia. En una de estas capillas pude compartir la fe y celebrar la Eucaristía con la comunidad. La participación y el modo en que todos estaban me devolvía la sensación de que se sentían “en casa”, incluido un perro que se pasó el tiempo recorriendo pacíficamente el templo y que solo ladraba si alguien osaba animarle a salir.
Lo que se resiste
Durante esa celebración, en el momento de las peticiones, me di cuenta de algo que sucedía en la otra esquina de la capilla. Veía a un niño tendiendo sus manos hacia arriba y jugando con un rayo de sol que entraba por el hueco de una ventana. Se estiraba con una mano abierta hasta conseguir que su palma quedara iluminada por la luz y, después, intentaba aprisionarla con la otra mano, como intentando atrapar en sus pequeñas manos todo el rayo de sol. Así estuvo bastante tiempo, sin cansarse de intentar la ardua tarea de hacerse con ese destello, cuando lo único que conseguía es que yo me quedara hipnotizada ante sus constantes y fallidas tentativas. Me dio por pensar que, con frecuencia, nosotros también nos parecemos mucho a ese niño, no tanto por el tesón o la ingenuidad, sino por el anhelo de agarrar aquello que, por definición, se resiste a dejarse apropiar.
Nos cuesta tanto acoger la incertidumbre que, como ese crío, andamos estirándonos para ver si así agarramos las pequeñas luces que nos regala el Señor. Pretendemos apropiarnos de intuiciones y certezas, como si los guiños del Espíritu pudieran guardarse a buen recaudo para asegurarnos así de saber con exactitud cómo acertar en la vida con el sueño de Dios en cada momento.
No acabamos de aceptar que “el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3,8), y por eso conviene desistir de apresar lo que, por naturaleza, no se deja domesticar ni se amolda a nuestros esquemas, parámetros o deseos.
Quizá se trate, simplemente, de quedarnos con el primer movimiento de ese niño: Ponernos a tiro del sol, dejarnos alumbrar por su luz y agradecer el calor que nos ofrece, pero sin acometer la infructuosa tarea de querer atraparlo.