Pbro. Eduardo Hayen Cuarón/ Director de Presencia
Contemplar nuestros orígenes es indispensable para comprender el presente y construir el futuro. Se dice que si se quiere destruir a un pueblo habrá que hacerle olvidar sus raíces. Este año 2021 la Iglesia en México conmemora los 500 años de la llegada del Evangelio a nuestras tierras. Los católicos mexicanos hemos de adentrarnos en los hechos que originaron nuestra cultura, para contemplar, sobre todo, la acción de Dios en la historia que, a través del encuentro de dos mundos, nos trajo a su Hijo Jesucristo y a nuestra Madre la Iglesia.
A la base de toda cultura está siempre la religión. Rodrigo Martínez Baracs, en su artículo «El encuentro religioso de dos mundos» explica que los antiguos pueblos de Mesoamérica crecieron en poderío y tamaño gracias a una religiosidad extremadamente militar y sacrificial. La guerra era una variante de la cacería, y los enemigos podían ser capturados, comidos, torturados y sacrificados en impresionantes ceremonias religiosas, con sangre, gritos, bailes, cantos y música, drogas alucinógenas, pirámides de colores; donde los sacerdotes se disfrazaban representando las historias de sus dioses. Y así la guerra era un componente de la religión que aterrorizaba a los reinos enemigos para evitar rebeliones futuras.
El catolicismo traído por los españoles predicaba el amor de Dios a las personas y los pueblos, y el amor que éstos le debían a Dios. Ellos trajeron la presencia compasiva y amorosa de la Virgen María, que representaba el lado femenino de la divinidad, la madre que ampara. José Miranda, historiador, llamó la «Paz Hispana», en la que las guerras fueron reemplazadas por pleitos judiciales, llamadas también «guerras de papel». Desafortunadamente con la paz traída por el cristianismo llegaron también las epidemias de viruela que acabaron con la vida de millones de nativos.
Los historiadores afirman que la conversión religiosa en México fue muy rápida -uno o dos siglos- si se compara con la cristianización de las antiguas provincias del Imperio romano. No faltaron las rebeliones indígenas contra los abusos de los españoles, como la que ocurrió en 1680 cuando el indio Popé organizó la revuelta en los indios pueblo de Nuevo México, provocando la huida de los hispanos que se refugiaron en Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez.
Muchos factores intervinieron en la inculturación del Evangelio, entre otros el amor de los frailes por los indígenas y la asociación que hicieron con ellos para protegerlos de los abusos de los españoles. También influyó la creación de los «pueblos de indios», con su propia organización política y religiosa; así como la educación cristiana en los conventos de los frailes que recibieron los hijos de los reyes y nobles indígenas. Todo ello contribuyó a afianzar la conversión.
Los templos paganos fueron desapareciendo y, en su lugar, se edificaron las iglesias, los conventos y los hospitales que fueron el centro de la vida social de los pueblos, donde se reunían los ayuntamientos de indígenas y desde donde se organizaban las fiestas religiosas. Dejaron de sonar los caracoles y se escucharon las campanas llamando a misa. La figura del cura párroco llegó a ser verdadera autoridad que competía con la del alcalde. Los sermones desde el púlpito era una de las principales fuentes de información. Las hermandades fueron fuente de socialización.
No sólo el clero regular –los frailes– llegó a México, sino también el clero secular –los obispos y sacerdotes diocesanos–. Mientras que los primeros promovieron siempre un cristianismo centrado en Cristo, –que no gustaba tanto a los indios, pues estaban acostumbrados ellos a venerar una multiplicidad de deidades–, los segundos impulsaron una religiosidad con una fuerte presencia de la Virgen María en sus apariciones en el Tepeyac, así como una multiplicidad de santos, santuarios, procesiones y peregrinaciones. Esta religiosidad fue más amable para los indios y finalmente, fue la que arraigó en la Nueva España.
Contemplar la historia con una mirada serena, reflexiva, orante, sin apasionamientos ni polémicas, y descubrir el paso de Dios por ella es, a mi juicio, la manera adecuada de acoger nuestro pasado para avanzar hacia el futuro.