Felipe de J. Monroy/ periodista católico
El peculiar episodio del titán del tenis, Novan Djokovic, y las políticas de protección sanitarias por la dispersión de COVID-19 por el mundo parece no dejar a nadie indiferente respecto a los límites legales, humanos y morales que se han construido a partir de la vacunación, el libre tránsito y la corresponsabilidad de cuidar nuestra salud tanto como la de los otros.
En síntesis, la zalagarda comenzó en el instante en que Djokovic aterrizó en Melbourne para participar en el Abierto de Australia cuyos sets se disputan desde el 9 de enero pasado. El tenista, un objetor de la vacunación anti-COVID, fue retenido por oficiales de migración por no contar con el pasaporte de vacunas; presentó -eso sí- una especie de exención médica que no convenció a las autoridades migratorias.
Migración insistió en cancelar su visa de ingreso a Australia y en la apelación, Djokovic recibió apoyo de un juez sobre su derecho a mantener el visado; aunque continuó la tensión porque el gobierno australiano tenía argumentos para expulsarlo del país (lo que finalmente ocurrió). Mientras tanto, por si faltara algún incordio gratuito, el caso ha dividido a la sociedad en dos bandos irreconciliables: los que opinan que el tenista debe acatar las leyes del país que visita y los que creen que es un acto de injusticia el negarle derechos a quien no cuenta con una vacuna que no desea ponerse.
El conflicto, sin embargo, se ha movido a otras motivaciones, oscuras agendas y obsesiones conspiracionistas. Grandes grupos antivacunas, por ejemplo, han tomado al tenista como líder y referente en una batalla que, en sus mentes, es más importante que la pandemia: el liberalismo radical. Por otro lado, otros grupos -más difusos en su composición- apelan a una ilimitada intervención del Estado respecto al control pandémico.
Los primeros no defienden la libertad, sino el liberalismo -y casi exclusivamente al liberalismo económico-; los segundos, en el fondo, no defienden tanto a la salud social como al control estatal.
Este episodio también ha revelado que, algunos sectores, ocultan su repulsión a los pobres detrás de posiciones políticas anti-inmigrantes. Ha sido escandaloso cómo los grupos que usualmente piden a gritos la contención de las migraciones y exigen que los migrantes adopten la lengua, las costumbres, la religión, las leyes y las reglas de las naciones a las que llegan; ahora pidieron a Australia le garantice la ‘libertad de objeción de conciencia’ y todas las libertades al tenista, quien debe ser recibido como lo que es: el número uno de su disciplina.
Se ha dicho mil veces: esa gente no está en contra de la migración, está en contra de la migración de los pobres.
En el otro extremo, también destacan las incongruencias: la vacunación es, en el mejor de los casos, la honesta búsqueda de un bien social, pero el deber del bien común no es posible sin la libertad. “La libertad es la propiedad de nuestra voluntad por la cual elegimos una cosa más bien que otra sin sentirnos forzados a ello”, apuntó el moralista Rafael Farías y ahondó en que la libertad no sólo exige ausencia de coacción exterior sino también ausencia de toda necesidad interior que nos determine a obrar.
Por lo tanto, dejar en manos del Estado o de ‘autoridades superiores’ la toma de decisiones de la ciudadanía -por más que parezca sea ‘por su bien’- no es sino la claudicación de la libertad del prójimo y un signo de profunda desconfianza en la misma humanidad y de su capacidad de entendimiento. Esta gente no está en contra de la libertad, está en contra de la libertad de los que considera ignorantes.
Existe una actitud -además de la apatía, por supuesto- que no se deja seducir por este conflicto y que, ante todo, prefiere cuestionar el origen de sus certezas y de sus creencias antes de radicalizarse en una posición, que no confunde libertad con liberalismo ni deber con obligatoriedad, que supera la dicotomía antagónica y que abraza las contradicciones del prójimo tanto como las propias, que se cuestiona incluso en aquello que desea fervientemente creer.
Quienes mejor explican esta actitud son los sufíes con una parábola: “Un hombre muy sabio murió en la plenitud del conocimiento. Frente a las puertas de la Eternidad se encontró a un ángel, el cual le pidió pruebas de que merecía entrar al Paraíso. El sabio dudó y, por el contrario, pidió al ángel pruebas de que estaba realmente frente al auténtico Cielo y no, simplemente, a la ansiosa fantasía de su mente desordenada. Entonces, desde detrás de las puertas una voz gritó: -¡Déjalo entrar! Es uno de los nuestros”.