Jaime Septién/periodista católico
He oído de muchos jóvenes, y no tan jóvenes (a veces me sorprendo yo mismo en esa corriente de ideas) justificar su inasistencia el domingo a Misa “por lo mal que está la Iglesia”.
En seguida viene la lista de “agravios”: la pederastia, las homilías improvisadas, los insuficientes horarios de confesiones, lo difícil que es encontrar al padre para casarse, para la primera comunión, para el bautismo, los problemas con el sacristán, con la secretaria de la parroquia, con los regaños del señor cura… Siempre es la Iglesia referida a las estructuras jerárquicas; a los sacerdotes y a quienes los apoyan en tareas administrativas. Asumir que yo soy parte de la Iglesia no se nos da.
Desde luego, encontrar justificaciones para la pereza es bastante fácil Lo que resulta complicado es –como dijo el Papa en el Ángelus—no “aguar” el Evangelio, no volverlo a modo, no acomodarlo a mi conveniencia.
El domingo pasado, en la oración universal, el misal traía una petición sorprendente: “Oremos por los hermanos que creen en Dios a su manera, para que escuchen y reciban en sus vidas el Evangelio no como les gustaría que fuera, sino como Jesús lo predicó”.
Le fe aumenta la exigencia. Ir por encima de las debilidades humanas. Aspirar al encuentro con alguien más grande que cualquiera de nosotros. No es en la profundidad donde uno se ahoga. Es en la superficialidad.