María Veytia/ Caridad y Verdad
En los últimos años hemos escuchado con más frecuencia sobre la eutanasia, marchas en diferentes países a favor de ésta pidiendo su legalización, países en los que ya se aprobó, el último España, todo como parte de la estrategia de fomentar la cultura de la muerte.
Para los que no están tan familiarizados con el término de eutanasia, ésta significa según el Catecismo de la Iglesia Católica, “una acción o una omisión que, de suyo o en la intención, provoca la muerte para suprimir el dolor, constituye un homicidio gravemente contrario a la dignidad de la persona humana y al respeto del Dios vivo, su Creador. Esta condena moral de la eutanasia propiamente dicha o directa, caracterizada por la intención de matar a un ser humano, abarca tanto la eutanasia activa como la eutanasia pasiva, vale decir tanto una acción como una omisión orientada a provocar la muerte; además, abarca tanto la eutanasia voluntaria (homicidio consentido o suicidio asistido) como la eutanasia involuntaria, cometida sin el consentimiento de la víctima”.
En esta ocasión te quiero comentar sobre la eutanasia del alma, así la llamo yo, desconozco si tendrá otro término o si exista, cada vez son más las personas que se alejan de Dios, aun siendo católicos optan por el catolicismo a su modo, donde eligen lo que les conviene según la etapa de su vida. En la época actual Dios pasa a un segundo término donde no es prioridad, ya no se escucha a Dios, cada vez callamos más nuestra consciencia y confundimos lo que es el bien con el mal, muchas veces al pecado lo llamamos “son otros tiempos”, “no soy tan mocho”, “merezco ser feliz”, “Dios no quiere que sufra”, etc. Buscamos a toda costa el bienestar material, dejando a un lado el bien ser. Sacrificamos muchas veces la convivencia familiar dominical por estar enchufados a Netflix o las redes sociales, incluso a los hijos o padres los desatendemos porque es nuestro único día para disfrutar de nuestras series. Huimos de todo dolor corporal, ante el sufrimiento por algún problema familiar, laboral optamos por no sufrir y buscar una salida óptima, no sabemos ofrecer el dolor a Dios y sacar de éste bendiciones.
De modo que nuestra alma se va secando, la dejamos de alimentar, de cuidarla, nos centramos en nosotros nada más y es aquí donde entra la eutanasia voluntaria, porque en lugar de matar el cuerpo nos estamos matando a nosotros mismos y nuestra alma, sin darnos cuenta, le damos diariamente pequeñas dosis de medicina letal que mata nuestra relación con Dios, tanto que ya no somos capaces de comunicarnos con Él, simplemente confiamos en nosotros y lo hacemos a un lado. Y muchas veces de la misma manera aplicamos la eutanasia involuntaria con nuestros hijos, ellos al ver nuestro ejemplo, crecen sin formación y sin Dios. Dios tenga piedad de nosotros y nos permita morir en paz, pero si nuestra alma se encuentra vacía y muerta, sin frutos al llegar la muerte, solo nos queda apegarnos a su Divina Misericordia.
Reflexionemos, cómo está nuestra alma y la de nuestros hijos, que tan viva o muerta la tenemos, si queremos revivirla o nutrirla cada día son necesarias nuestras buenas acciones, las obras de misericordia espirituales y corporales y dejar a un lado el individualismo, el consumismo, el relativismo y la sensualidad de los sentidos, que nos ata a este mundo terrenal.