Más allá de la Frontera
La Movilidad Humana México–Estados Unidos y la ausencia de una estrategia de complementariedad humana
José Mario Sánchez Soledad/Empresario
A lo largo de casi dos siglos, México y Estados Unidos han construido una de las relaciones bilaterales más complejas, dinámicas y determinantes del continente americano. Esta relación ha privilegiado sistemáticamente los acuerdos comerciales, la seguridad, la inversión y la producción integrada. Sin embargo, nunca ha logrado articular una estrategia integral de movilidad humana, ni mucho menos una visión de complementariedad humana y cultural entre ambas naciones.
La movilidad humana ha sido tratada como un fenómeno colateral, problemático o indeseable, cuando en realidad es una consecuencia natural de la vecindad geográfica y la desigualdad estructural entre ambas economías. Lo que comenzó como un hecho histórico tras la guerra de 1848, se ha acentuado desde la Segunda Guerra Mundial, se ha transformado con el TLCAN, y hoy se ha convertido en una oportunidad desaprovechada de integración regional verdaderamente humana.
Origen estructural: de 1848 a la Revolución Mexicana
El fenómeno migratorio entre México y Estados Unidos no es reciente ni coyuntural. Se remonta a 1848, cuando el Tratado de Guadalupe Hidalgo significó la pérdida de más de la mitad del territorio mexicano y el nacimiento de una frontera artificial que dividió pueblos, culturas y familias. Desde entonces, millones de personas han vivido al norte del Río Bravo con arraigos al sur del mismo.
Esta movilidad no se detuvo. Durante la expansión del ferrocarril y el auge agrícola en el suroeste de EUA, comenzó a surgir una demanda constante de mano de obra mexicana, fenómeno que se amplificó tras la Revolución Mexicana (1910–1920), obligando a muchos a cruzar la frontera en busca de seguridad, alimento y trabajo.
El Programa Bracero: formalización temporal (1942–1964)
La Segunda Guerra Mundial marcó un punto de inflexión. En 1942, se firmó el Programa Bracero, que permitió el ingreso temporal de trabajadores agrícolas mexicanos a Estados Unidos. Este programa institucionalizó lo que ya era un fenómeno estructural: la migración laboral como eje no oficial de la integración económica bilateral.
Durante más de dos décadas, millones de trabajadores mexicanos cruzaron legalmente para sostener la agricultura, el ferrocarril y la industria ligera de EUA. Sin embargo, el programa fue profundamente desigual: carecía de protecciones reales, mecanismos de integración o respeto cultural. Fue funcional, pero nunca inclusivo. Al cancelarse en 1964, dejó un vacío legal que no eliminó el flujo migratorio, sino que lo empujó a la informalidad.
1965–1993: criminalización y dependencia
Tras el fin del Programa Bracero, la reforma migratoria de 1965 en EUA cerró las puertas legales a trabajadores mexicanos, sin dejar de necesitar su fuerza de trabajo. Así nació una contradicción estructural: EUA criminalizó a quienes seguía empleando.
Durante las décadas siguientes, millones de mexicanos siguieron llegando a Estados Unidos, muchos indocumentados, para sostener sectores como la construcción, el servicio doméstico, el procesamiento de alimentos y la jardinería. Aportaban a la economía, pero eran marginados del discurso político, convertidos en chivos expiatorios de crisis sociales y sujetos a redadas, deportaciones y discriminación sistemática.
1994: El TLCAN y la gran omisión
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue un parteaguas. Si bien integró profundamente los mercados de México, Estados Unidos y Canadá, dejó completamente fuera la dimensión humana de esa integración.
- No se crearon mecanismos laborales binacionales.
- No se previó ningún régimen de migración estacional o permanente.
- Se asumió —erróneamente— que el libre comercio eliminaría las presiones migratorias.
La realidad fue opuesta: el TLCAN generó migración al destruir millones de empleos rurales en México (por ejemplo, en el campo maicero), sin ofrecer alternativas reales de empleo ni movilidad. Así, la migración irregular se disparó, y la brecha entre integración económica e integración humana se profundizó.
Ni de aquí ni de allá: la identidad suigeneris de los migrantes
Con el paso del tiempo, las comunidades mexicanas en Estados Unidos han construido una identidad híbrida, compleja y única. Son trabajadores, padres, líderes comunitarios y ciudadanos culturales. Muchos no tienen papeles, pero tienen una lealtad emocional y funcional hacia EUA: pagan impuestos, respetan las leyes, se sienten parte del país donde viven.
Al mismo tiempo, conservan símbolos profundos de la cultura mexicana: la Virgen de Guadalupe, la bandera nacional, las fiestas patrias, el idioma español. Pero estos símbolos no significan una lealtad política hacia el Estado mexicano, sino una afirmación cultural frente a la exclusión, una raíz que se resiste a morir.
En ellos conviven dos mundos. Pero también habita una fractura: no son reconocidos como plenamente pertenecientes ni en EUA ni en México. Quedan atrapados en una frontera emocional y política permanente.
Exclusión en ambos lados
En Estados Unidos:
- Millones viven sin estatus legal, sin protección laboral, sin ciudadanía.
- Se les permite trabajar, pero no pertenecer.
- Son esenciales para la economía, pero tratados como descartables en lo político.
En México:
- Son celebrados como “héroes de las remesas”, pero ignorados en la toma de decisiones nacionales.
- Carecen de programas dignos de retorno.
- No se integran a los planes de desarrollo ni a la diplomacia cultural.
- Se les ve desde el asistencialismo, no desde el reconocimiento.
Hacia una estrategia de complementariedad humana
La gran tarea pendiente entre México y Estados Unidos no es un nuevo muro ni una nueva crisis diplomática: es la creación de una estrategia compartida de integración humana, que reconozca a las comunidades migrantes como lo que son: agentes de desarrollo, cultura y cooperación entre dos pueblos entrelazados.
Propuesta de pilares:
- Regularización binacional con rutas hacia la ciudadanía.
- Protección plena de derechos laborales sin importar estatus.
- Reconocimiento cultural de la identidad binacional y bicultural.
- Representación política efectiva de los mexicanos en el exterior.
- Reforma consular centrada en integración y no solo protección.
- Creación de un Museo Binacional de la Migración como símbolo histórico.
Conclusión
La migración entre México y Estados Unidos no es una anomalía que deba contenerse: es una realidad estructural, histórica y cultural que debe reconocerse, dignificarse y aprovecharse.
Lo que se ha presentado como un “problema” puede ser la base de una alianza civilizatoria sin precedentes. Para ello, es necesario dejar de ver al migrante como cifra de remesa o amenaza de frontera, y empezar a verlo como lo que realmente es: el puente más humano y más fuerte entre dos naciones que comparten historia, economía, cultura… y destino.