Durante la Segunda Guerra Mundial miles de niños y jóvenes judíos vivieron años de intensa angustia. Para evadir a las autoridades nazis se escondían en áticos y sótanos de Europa. Fueron muchas horas las que tenían que pasar en silencio, incluso inmóviles, en sus escondites, con el miedo de que un juguete o que la voz de un adulto imprudente despertara la sospecha de los vecinos.
A menudo tuvieron que cambiarse sus identidades con documentos falsos, pasar a nuevos ambientes, debieron aprender a responder a nombres ficticios y ocultar gestos que pudieran delatar sus orígenes judíos. Miles fueron ocultados por personas o instituciones de una religión diferente a la suya. Tal fue el caso de Irena Sendler, la enfermera católica que logró salvar de la muerte ocultando a más de 2,500 niños hebreos en el gueto de Varsovia. Estos pequeños tuvieron que aprender a recitar las oraciones y el catecismo católico para poder salvar sus vidas. Cualquier palabra o paso en falso bastaban para que fueran condenados a morir en los campos de concentración.
Los nazis actuaban movidos por la discriminación y la crueldad extrema porque pensaban que los que no pertenecían a la raza aria eran personas defectuosas. Hitler odiaba tanto a los judíos que los llamaba ‘basura, bichos asquerosos y desechos’. Esa discriminación racial llegó hasta la legislación en 1936, cuando la Suprema Corte de Alemania eliminó el derecho a igual protección de todas las personas ante la ley. Una vez eliminado el derecho de igualdad, inició la persecución y la matanza.
Años antes, en Estados Unidos ocurrió algo semejante. El color de la piel fue motivo de discriminación. En 1857 Dred Scott, que era un esclavo negro, tuvo la valentía de denunciar a sus amos por abusos y maltratos. El tribunal de Misuri declaró que los esclavos eran ‘una propiedad’, y no ciudadanos. Scott apeló a la Suprema Corte alegando que desde 1820 la esclavitud había sido abolida en ciertos territorios. El tribunal supremo ratificó al tribunal de Misuri afirmando que los esclavos eran ‘cosas’ y no personas. Esta decisión produjo tan gran controversia que pronto los Estados Unidos se sumergieron en la guerra civil.
Las ideas de los estados confederados del sur de Estados Unidos que defendían el régimen de esclavitud, así como las creencias de los nazis en la superioridad e inferioridad de los seres humanos nos parecen, hoy, inaceptables y terribles. Sin embargo el mismo espíritu de discriminación se manifiesta actualmente hacia los niños no nacidos. La tendencia de las legislaciones en el mundo es conceder a las madres el control total sobre la vida o muerte de sus hijos. El mundo pretende otorgar a sus ciudadanos el derecho legal de decidir la muerte de otro ser humano –el no nacido– con el fin de resolver sus problemas personales, sociales o económicos.
Recientemente la agencia abortista más grande del mundo –Planned Parenthood– se ha visto involucrada en una serie de escándalos por traficar con los fetos humanos para ser utilizados en la fabricación de medicinas, parecido a lo que hacían los nazis cuando fabricaban jabones y otros productos con los restos de sus víctimas de los campos de concentración. Lo que vivieron los judíos en los años 40 y lo que sufrieron los negros esclavos, hoy lo viven los niños en gestación. A ellos se le permite existir sólo si alcanzan ciertos estándares de perfección física o de utilidad económica para otros.
La vida no es más humana cuando es vida nacida que cuando se encuentra en etapa embrionaria. Todo ser humano tiene la misma dignidad y merece absoluta promoción y respeto, tanto si se encuentra envuelta por la carne de su madre, como si es niño, si tiene discapacidad, si es joven, adulto, enfermo o anciano. Si faltamos a esta lógica, el aborto, el infanticidio, la eutanasia y cualquier otra atrocidad serán posibles.
Aquellos niños judíos de la guerra tuvieron la posibilidad de esconderse en búnkeres y falsificar su identidad para escapar de la crueldad de sus perseguidores. Los niños no nacidos no tienen oportunidad de escapar del vientre materno. Sólo esperan que, en la guerra que se ha hecho contra ellos, alguien les brinde respeto, amor y cuidado.