Xandra Luna/Escritora, fotógrafa y tallerista de escritura emocional
Hola, abuelita. Hoy hace… ya no recuerdo con exactitud cuántos años que te fuiste. Quiero platicar contigo. Vayamos a tu casa, pasemos al patio trasero. Tú, sentada en una de esas mecedoras de fierro forjado que tenías, ¿recuerdas esas tardes interminables de plática que sosteníamos tú y yo? (dicho sea de paso, para mí era enorme ese lugar), cuidando tu vid y conversando de tantas cosas.
Quizás tú no lo sabes, pero tu casa era todo para mí. Tú eras todo para mí, abuela. Fuiste mi salvadora, mi cómplice tantas veces. Me enseñaste el amor a la lectura, al cine, al teatro, al arte. Recorrer desde salas de cine hasta museos contigo ha sido uno de los viajes más gratificantes que le pudiste regalar a mi imaginación. Te agradezco que hayas hecho que mi infancia fuera tan increíble.
Me enseñaste algo muy importante: que no estaba sola (aunque muchas veces me sentí así). Me enseñaste a orar, a creer en Dios. Hoy lo comprendo.
En tu patio, por una pequeña brecha entre tu barda y la casa vecina, conocí a mi primer novio. ¡Cuántos recuerdos emergen! Amaba tanto estar contigo. Espero habértelo dicho, abuela. Siempre ansié que llegaran las vacaciones, el verano, la Navidad… para estar contigo.
Tus gatos no eran mis grandes amigos, te confieso. Me ponía celosa de ellos y creo que ellos también se ponían celosos de mí. Yo solo quería tu atención completa. Era una niña pidiéndote a gritos que no me soltaras, ni un instante. Mi casa materna era un campo de batalla. Solo contigo encontré consuelo, el significado real de la palabra “hogar”. Ahí aprendí a orar, a hablar con Dios
Recuerdo tu «cuarto de guerra», ese lugar donde orabas y hablabas con el Señor. Una pequeña esquina de tu habitación, una mesa, un Cristo, con tu Biblia, tu rosario, tu fe viva. Pasaba cerca de ti en silencio, pero me unía en espíritu a tu oración.
Toda la casa hablaba de ti. La mesa de centro era un espacio de juego para mí. Tus juegos de te en miniatura de cerámica me fascinaban. Yo fingía ayudarte a limpiarlos cuando en realidad jugaba con ellos.
Tengo que confesarte algo, abuelita: las cenas de Navidad para mí eran una tortura. Tener que esperar a que dieran las 10 p.m. para poder cenar, y luego hasta la medianoche para abrir los regalos y darnos el abrazo…Yo moría de hambre. Siempre he tenido buen apetito, lo sabes Para mí, era suficiente cenar a las 8, como lo hacíamos usualmente.
Sin embargo, mi parte favorita eran los desayunos que me preparabas: Tortilla dorada, huevo estrellado, gorditas de frijol con asientos de chicharrón (así les llamabas), mi licuado de chocolate y pan dulce. Preparabas todo con tanto amor, sin prisa. Te gustaba mimarme, consentirme.
Uno de los viajes más significativos contigo fue musical: Desde Plácido Domingo hasta Ray Conniff, Richard Clayderman y Roberto Carlos. Hoy, mientras escribo, suena Laura Pausini con “El valor de seguir adelante”, y pienso en todo lo que me diste…Tu amor fue el impulso que me levantó tantas veces.
La primera vez que pisé la ahora llamada CDMX fue tomada de tu mano. Te acompañé a una cita médica, pero lo que recuerdo no son hospitales. Recuerdo el asombro de ese mundo que me mostraste a través de tus lentes, siempre tomada de tu mano.
Tardes de té para mí, café para ti, pan dulce compartido y charlas interesantes. Tu biblioteca y cuarto de TV con ese televisor de bulbos… Tu colección de libros. Ahí viajé con mi imaginación. Leí desde Tom Sawyer hasta enciclopedias de historia mundial. Me encantaba tu suscripción a Reader’s Digest. Confieso que aún lo compro de vez en cuando.
Abuelita… te extraño tanto. Sé que nos volveremos a encontrar, cuando Dios lo decida. Mientras tanto, te llevo en cada oración, en cada misa, cuando el sacerdote menciona a nuestros difuntos. Ahí estás tú, con esa mirada apacible y amorosa, esperando alguna ocurrencia de mi parte para reírnos juntas.
Gracias por ser un parteaguas en mi vida. Por enseñarme a orar. Por ser hogar, refugio y amor.
Nos vemos pronto. Con todo mi amor,