Ianire Angulo Ordorika, ESSE
Más que en otras ocasiones, este año el Adviento ha pasado de puntillas por mi vida. No voy a echarle la culpa a los centros comerciales, que llevan diciendo que es Navidad desde el día del Pilar, ni a las luces de la ciudad, que, en la mayoría de los lugares están luciendo desde hace varias semanas. Tampoco voy a justificarme detrás del hecho de que esta vez este tiempo litúrgico es especialmente corto o que quizá me hubiera ayudado un calendario de esos que esconde chocolatinas para seguirle el ritmo a estas semanas. Todo influye, claro que sí, pero me da en la nariz que el riesgo de pasar desapercibido es más propio del Adviento de lo que solemos ser conscientes y que no se debe solo ni exclusivamente a las circunstancias. Vamos, que forma parte de la propia esencia del tiempo litúrgico.
Tengo la sensación de que en el ADN del Adviento está grabado a fuego esta tendencia a pasar desapercibido que, según cómo te pille, hace que, para cuando quieras darte cuenta y si no has estado atenta, acabas sumergida en la vorágine navideña sin enterarte. Intuyo que esta querencia no se debe solo a que, por naturaleza, el Adviento esté supeditado a la Navidad en cuanto tiempo de preparación. Tampoco por su brevedad, porque sea silenciado a golpe de villancico en los supermercados o por las felicitaciones adelantadas. Me da a mí que la discreción y la pequeñez forman parte de la esencia de la esperanza, que es la bandera que ondea este tiempo litúrgico.
Sal 119,105
Esa certeza interior de que estamos en Buenas Manos y de que la última palabra la tiene la Palabra, que llamamos esperanza, tiende a ser escurridiza y más discreta de lo que nos gustaría. Por más que desearíamos que iluminara nuestra existencia con la potencia y a la distancia de un foco de campo de fútbol, apenas nos ofrece la chispa de claridad necesaria para dar el paso siguiente, al modo de ese candil en el que debía estar pensando el salmista cuando le decía a Dios eso de “lámpara es tu Palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 119,105). Vamos, que la esperanza son breves centellas cotidianas, discretas y escondidas, que van reforzando esa intuición del corazón y que nos permiten dar pasos en el día a día, pero uno a uno y a tientas.
El Adviento, como la esperanza y el mismo Señor en nuestra vida, tiene esa tendencia natural a pasar inadvertido… si no entrenamos la mirada y no estamos alerta. Si os ha pasado como a mí y, a estas alturas, os dais cuenta de que este tiempo litúrgico está pasando de puntillas sobre vuestros días, no pasa nada. Nos vemos en la puerta de Belén, para que ahí Aquel que se hizo “uno de tantos” nos siga enseñando a reconocer la grandeza escondida en lo pequeño.