P.Jaime Melchor Valdez
La historia de la Iglesia ha atestiguado distintos momentos de prueba de fe, donde parece que todo se termina, y que irremediablemente se ha de optar por la resignación. Por ejemplo, en los siglos en los que la ciencia ha querido suplantar el conocimiento de la revelación (contenida en la Biblia, la Tradición y el Magisterio). Otras tantas, y quizá las más difíciles, con las ideologías fruto del pensamiento moderno y post moderno que ponen al hombre como centro para poder enarbolar su libre albedrío en calidad de absoluto, y con las nefastas consecuencias al respecto.
En esta época, nuestros días, se ve mayormente una sociedad secularista, pansexualista, individualista y con gran tendencia a la carencia de sentido. Por otra parte, un virus parece dejarnos paralizados. Surgen muchas preguntas acerca de la realidad humana, nuevamente puesta en jaque y replanteando las líneas de sus prioridades. Aquí es donde también la Iglesia, con la luz que Cristo le ha otorgado, y confiado en Él , nos convoca a orar en torno a una Madre que vivió etapas de su vida en claroscuros, pero manteniendo una actitud de acogida a las promesas divinas, sin detenerse a mirar los acontecimientos fríamente y sin sentido. Sin dejar de contemplar el momento de su propia historia, se convierte, sin tener otro título que la “Llena de gracia”, en la primera teóloga de la historia, que sabe leer e interpretar los movimientos que el tiempo y el espacio dan, sin olvidar que quien derriba a los poderosos de sus tronos es fiel a su pueblo.
Efectivamente, María, la Madre del Señor, camina con fe para conquistar, junto a José, sendas que posteriormente la Iglesia misma habría de recorrer. Esta madurez de fe de mujer, esposa y madre, hacen de María la verdadera creyente. Ella sabe dar una respuesta clara a las ideologías que han enmarañado la vocación de la mujer actual, debilitando su capacidad de corresponder generosamente al proyecto original de Dios.
María, en completa disposición a la voluntad divina, con fidelidad hasta la entrega de su Hijo, al pie de la Cruz, sostiene la fe de las mujeres y madres de todos los tiempos, pues a ella se le confiaron los hijos de la Iglesia. “Ahí tienes a tu madre”(Jn 19,27): Estas palabras del Señor al discípulo harán eco en el caminar de la Iglesia, porque de la misma manera resonaron en el Corazón Inmaculado de María, pues antes se le dijo también: “Ahí tienes a tu hijo (Jn 19,26). ¡Si entendiéramos el significado profundo de estas palabras dichas en el momento en que el Señor mostraba su amor hasta el extremo! Él, antes de abandonarse en los brazos del Padre celestial, en la Cruz, ya se había encarnado en María, había recibido su sangre y su amor maternal en sus brazos, en su regazo, alimentado con ternura y fue educado con fidelidad a la voluntad de Dios.
Concluyo pues, que no estamos huérfanos…hay una gran Madre que con amor, ternura y compasión nos llama a acogernos en su regazo y en pliegue de su manto diciendo: “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”.