Felipe de Jesús Monroy/Periodista católico
En los análisis sobre la marcha organizada por el presidente López Obrador se ha repetido que la movilización popular siempre debe realizarse ‘contra’ el poder y no ‘desde’ el poder. Y, aunque, sin duda aquello es cierto, también hay que considerar que toda movilización requiere fuerza, una esencia magnética que convoque y haga cohesión en la diversidad natural de las personas. Toda manifestación multitudinaria tiene una especie de lazo invisible que no sólo congrega sino que se expresa en una voz, al unísono.
Esa fuerza suele ser la indignación, la rabia o el descontento, incluso hasta la costumbre; pero no siempre. En otras ocasiones, esa esencia adhesiva es un anhelo, una esperanza, una convicción o una fe. No hay que desdeñar que el júbilo y la alegría son factores de unión espontánea y explosiva, irrefrenables, indomables. Por el contrario, es sumamente difícil que la naturaleza cohesiva de la manifestación popular sea la instrucción, el edicto o el mandato.
Hay, por supuesto, otras formas para agrupar la pluralidad social que van desde la amenaza hasta la coacción; pero si su origen es justo el control de la libertad, su fruto no es sino la irritación que genera la reacción opuesta.
¿Qué fue lo que vimos el pasado domingo, durante la manifestación convocada por el presidente López Obrador? En realidad, parece que una mezcla de todo lo anterior: masiva por las muchas multitudes pero profundamente inconexa, desarticulada, desligada; no estuvo propiamente desorganizada pero la multi-administración de cuadrillas evidenció las inmensas distancias entre los espontáneos-convencidos y los conminados-conducidos.
Ni duda cabe que esta fue la más nutrida de todas las marchas lideradas por López Obrador y, también, la menos emocionante. Inmensa, sí, pero con un dejo de vacuidad. Una especie de oxímoron político: la cúspide más baja, el poder más debilitado, el reclamo más obediente, la ilusión más pragmática y el anhelo más utilitario. En fin, ha sido la más grande y, al mismo tiempo, la más inútil demostración de esa fuerza aglutinante.
Apuntó Oscar Wilde que “el drama de la vejez no consiste en ser viejo sino en haber sido joven”. Es decir, que la nostalgia suele ser una carga pesada y en ocasiones amarga; y debemos ser realistas, esa es la sensación que ha dejado la marcha organizada por López Obrador: su drama no fue ni la cantidad de asistentes ni la capacidad organizadora de las instituciones del poder; su drama es que, alguna vez, en el pasado, aquella fuerza que estremeció y estimuló a millones de mexicanos los hizo verdaderamente vibrar, rugir de pasión, con aquel “los quiero, desaforadamente” o “al diablo con sus instituciones”.
El drama es que, el movimiento -en su juventud- marchaba para reclamar palmo a palmo su derecho legítimo a vivir en una sociedad que le excluía sistemáticamente desde el empíreo del poder; marchaba para cuestionar aquellas políticas económicas que no hacían sino privilegiar a los poderosos, ahondar la desigualdad social y despreciar a la clase trabajadora; marchaba porque las cúpulas sonreían y brindaban indolentes en ebúrneos palacios mientras el pueblo, sometido, tenía que soportar precariedad laboral, el prejuicio clasista, la intimidación militar, el desprecio racista, el silenciamiento y la pobreza impuesta.
Es cierto que la sola persona del presidente conserva una fuerza de convocatoria y adhesión inigualable en el contexto político; lo sabemos de hace tiempo: él es el símbolo de un sentimiento complejo, difícil de explicar pero verdaderamente auténtico en buena parte del pueblo mexicano.
Y, sin embargo, ese signo de unidad, como representante del encono popular frente a la opresión y el abuso de los poderes fácticos o institucionales, cada vez más representa apenas una efímera composición de memorias desarticuladas. Un recuerdo que se torna nostálgico cuando se clausura la más grande de sus marchas ‘populares’ con un apretón de manos a los poderosos gobernadores, a los privilegiados legisladores, a los acomodados empresarios, a los favorecidos militares; en fin, brindando y sonriendo con la afortunada cúpula de sus incondicionales.
En la reflexión que hice hace días sobre la marcha ‘El INE no se toca’ publicada aquí mismo, destaqué la terrible omisión (y hasta desprecio) que hicieron organizadores y participantes a la idea de ‘pueblo’. No sólo no lo pronunció Woldenberg en su discurso, algunos manifestantes llevaron incluso pancartas que decían: “Somos ciudadanos, no somos pueblo”. Se trata de personas víctimas de una ceguera clasista y una torcida visión de sí mismos, de un wannabinismo fársico que les impide ver la realidad.
Por el contrario, como ha demostrado López Obrador todos estos años, su palabra favorita es ‘pueblo’. Fue la palabra más repetida en su discurso de hora y media porque sin duda apela constantemente a esa imagen y a ese sentimiento; y, sin embargo, corre el riesgo de prostituirlo, de diluirlo, de reducirlo al absurdo.
La marcha de López Obrador fue una marcha de signos y símbolos pero adoleció de sentido; fue una marcha circular entorno a una persona, no en pos de un horizonte; fue un embudo que se estrechó hasta asfixiarse pero, sobre todo, fue la conservación de la transformación, la institucionalización de la revolución, la impertérrita movilización, el poder sometido al poder.