Francisco Romo Ontiveros
Al meditar en el significado profundo de la palabra “camino” es posible percatarse que este vocablo refiere, más que una senda o vía, la noción de un trayecto rumbo a lo desconocido; hacia cierta novedad que se distancia del momento en que se vive. Así, salir de camino –sea ello un traslado físico o espiritual– supone una tarea ardua, puesto que el viaje implica abandono; es abrirse paso hacia la incertidumbre que habrá de acechar a lo largo del recorrido. Andar, es pues, de modo irremediable, renunciar a la comodidad acostumbrada y transitar por trechos de difícil acceso y recovecos desconocidos.
El camino es, por tanto, experiencia de constante cambio. Esta verdad, en principio evidente, es la que en muchas ocasiones resulta difícil de asimilar, dado que pronto acude a la mente el deseo de detenerse tras el agotamiento y la desesperanza que el ajetreo ininterrumpido provoca. Lo único cierto es, sin embargo, que nuestro mundo está siempre “de camino”, en perpetua alteración. Al reflexionar lo anterior, se descubre que la idea de “permanencia” –esa ilusión de una realidad estable y duradera– es un mero espejismo. Pensemos, por ejemplo, en el movimiento continuo de las partículas invisibles, llamadas moléculas, que conforman la materia de todo cuanto perciben nuestros sentidos; o en la Tierra que gira y se traslada sin parar; o qué decir del universo en actividad incesante. Así, el macrocosmos da tan solo la impresión de permanecer estático, pero su dinamismo se encuentra latente.
En el plano espiritual, vemos cómo la Sagrada Escritura acude reiteradamente a la riqueza simbólica que ofrece la idea del “camino”, con lo que se muestra la importancia que adquiere el tránsito en la vida del ser humano. Desde el inicio de la Historia de la Salvación, el patriarca Abram debió de romper todo vínculo con el pasado y andar hacia la tierra que el Señor prometió mostrarle (Gn 12, 1 y ss.). El libro de Proverbios resalta la importancia de acoger la palabra de Dios como instrucción cierta, único medio por el que se accede al camino de la sabiduría; donde los que por él transitan no vacilan ni tropiezan (Pr 4, 10-12).
En el Nuevo Testamento, el propio Jesús se presenta a sí mismo como camino (Jn 14, 6). De este modo, ante la posibilidad de optar por una vía alterna, seguir a Cristo confiere la certeza de arribar a buen puerto (Mt 7, 13). Por su parte, la Iglesia Católica “es a la vez camino y término del designio de Dios” (CIC 778) de manera que como pueblo peregrinamos junto al Salvador hasta alcanzar la meta.
¿Por qué razón, entonces, nos afligimos ante un sendero que se torna sinuoso o una pendiente que se pronuncia? Antes bien, debemos recordar que todo lo que “es” al instante “ya no es”, por lo que nuestro presente es siempre hallarse de camino.
Asumir una actitud incorrecta durante nuestro paso por esta vida puede orillarnos a desperdiciar la experiencia que cada tramo del recorrido ofrece. Queda claro que salir de camino no resulta tarea fácil. El propio San Pablo explica que “caminamos en fe y no en visión” (2 Co 5, 7) con lo que revela la imposibilidad de adquirir por anticipado una cobertura infalible que nos evite vicisitudes durante el viaje. Por otro lado, ante la eventual desorientación existe siempre la posibilidad de retomar el rumbo, puesto que en todo momento de ceguera –recordemos al invidente Bartimeo, sentado junto al camino, que clama por la compasión de Jesús (Mc 10, 46-52)– podemos confiadamente implorar a la Misericordia de Dios con aquellas palabras que nos recuerda el Salmo 119: “He andado errante como una oveja descarriada; ven a buscar a tu siervo” (v. 176), pues “Antorcha para mis pies es tu palabra, y luz para mis sendas” (v. 105).