Card. Felipe Arizmendi/ Obispo emérito de San Cristóbal
Mirar
Estamos impactados por tanta violencia, dentro y fuera del país. Las masacres perpetradas por jóvenes en los Estados Unidos, así como el intento de copiarlas por parte de adolescentes y niños de nuestras escuelas, nos hacen cuestionarnos: ¿Qué nos ha pasado, que hemos llegado a tanta degradación? Siempre ha habido crímenes y guerras, pero como que estamos cayendo en niveles incontrolables.
Muchos de los miembros de cárteles y de grupos criminales, entre nosotros, se consideran creyentes, la mayoría católicos; son muy devotos de la Virgen y de algunas imágenes de su región. Sin embargo, su conducta es totalmente contraria a la fe que dicen profesar. Si en verdad tuvieran en cuenta a Dios, su vida sería muy diferente.
Muchos de ellos proceden de familias desintegradas, con ausencia de un padre que les haya inculcado el trabajo, la honradez, el respeto a los demás, o con una madre muy consentidora que nunca les impuso una sana disciplina, que no les educó para la sana convivencia social, para la solidaridad con los pobres, para la vida en comunidad.
A esto hay que sumar la degradación que ha permeado instituciones de la sociedad que hacen cuanto pueden para restarle valor a la vida y a la familia, como si éstas fueran cosas del pasado. Es muy lamentable, por ejemplo, que nuestra Suprema Corte de Justicia haya declarado inconstitucionales algunos artículos de legislaturas locales que defienden la vida desde la concepción. Dice la Corte que los Estados no tienen facultades para definir cuándo empieza la vida humana y qué es persona; y que, por tanto, es legal abortar, como un derecho de la mujer. Nuestra Corte debería ser de Constitucionalidad, no de Justicia, pues está legitimando una grave injusticia, que es destruir una vida humana que ya es una realidad desde la concepción. Si no se respeta la vida del débil e inocente en el seno materno, ¡de qué nos extrañamos si hay tanta violencia, destrucción y muerte en la vida nacional!
Discernir
El Papa Francisco, en un discurso a una organización judía, dijo: “Nuestra memoria espiritual común, atestiguada por las páginas de la Sagrada Escritura, nos remonta al primer acto de violencia, cuando Caín mató a su hermano Abel. «Entonces el Señor dijo a Caín: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Él respondió: «No lo sé». ¿Soy yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Caín niega conocer el paradero del hermano que acaba de matar con sus propias manos, no se preocupa por él: la violencia siempre tiene como compañeros la mentira y la indiferencia.
¿Dónde está tu hermano? Dejémonos provocar por esta pregunta, repitámosla a menudo. No podemos sustituir el sueño divino de un mundo de hermanos por un mundo de hijos únicos, violentos e indiferentes. Frente a la violencia, frente a la indiferencia, las páginas sagradas nos devuelven al rostro del hermano, al «desafío del tú». La fidelidad a lo que somos, a nuestra humanidad, se mide aquí: se mide en la fraternidad, se mide en el rostro del otro.
En este sentido, la Biblia destaca las grandes preguntas que el Todopoderoso dirige al hombre desde el principio. Si a Caín le preguntó: «¿Dónde está tu hermano?», a Adán le preguntó: «¿Dónde estás tú?» (Gn 3,9). Los paraderos se conectan: uno no puede encontrarse a sí mismo sin buscar al hermano, uno no puede encontrar al Eterno sin abrazar al prójimo.
En esto es bueno que nos ayudemos mutuamente, porque en cada uno de nosotros, en cada tradición religiosa, así como en cada sociedad humana, existe siempre el riesgo de albergar rencores y alimentar contenciones contra otros, y de hacerlo en nombre de principios absolutos e incluso sagrados. Es la tentación mentirosa de la violencia, es el mal agazapado a la puerta del corazón (cf. Gn 4,7). Es el engaño según el cual la violencia y la guerra resuelven las disputas. En cambio, la violencia siempre genera más violencia, las armas producen muerte, y la guerra nunca es la solución sino un problema, una derrota.
Por eso -continúa el relato del Génesis- «el Señor impuso una señal a Caín, para que nadie que se encontrara con él lo golpeara» (v. 15). Esta es la lógica del Cielo: romper el ciclo de la violencia, la espiral del odio, y empezar a proteger al otro, a todos los otros. Os deseo que sigáis con esta intención, que sigáis protegiendo a vuestras hermanas y hermanos, especialmente a los más frágiles y a los olvidados. Podemos hacerlo juntos: podemos trabajar por los más pequeños, por la paz, por la justicia, por la protección de la creación” (30-V-2022).
Actuar
Padres de familia, educadores, catequistas, pastores, no nos cansemos de educar para la fraternidad, desde la casa y la escuela, hasta los grupos, la parroquia, los medios de comunicación, inculcando la fe en Dios, las prácticas religiosas, junto con el respeto por los demás, la solidaridad con los más necesitados, la unidad de la familia por encima de todo. A su tiempo, cosecharemos una vida más tranquila, una sociedad más armónica, una paz social que todos colaboramos a construir.