Roberto O’Farrill Corona/Periodista Católico
De las tres prácticas cuaresmales, ayuno, oración y limosna, que expresan la conversión con relación a uno mismo, a Dios, y a los demás, el ejercicio del ayuno hace mirar hacia el interior de sí mismo en una revisión de vida y en un examen de conciencia.
El ayuno se encuentra presente en prácticamente todas las religiones como una forma de relacionarse con Dios por medio de esta expresión penitencial que priva del alimento que proporciona energía para vivir, así como Dios proporciona la vida. En esta manifestación se reconoce que así como no se podría continuar con vida sin alimentarse, así tampoco habría vida si no fuese por Dios.
En el cristianismo, el ayuno consiste en privarse del primer alimento del día, puede practicarse en cualquier momento, unido a la oración y como sacrificio, y no debe dejar de observarse el Miércoles de Ceniza, el Viernes Santo y el Sábado Santo, con abstinencia de carnes en las comidas que aplica también para los días viernes durante la Cuaresma. Son preceptos que aplican desde los 14 hasta los 59 años de edad para quienes gozan de plena salud. El cuarto mandamiento de la Iglesia, que obliga a abstenerse de comer carne y a ayunar en días establecidos, nos hace traer algo de ascesis y de penitencia a nuestras vidas y particularmente, con el ayuno, adquirir dominio sobre nuestros instintos.
Ya desde antiguo la Sagrada Escritura informa acerca de la bondad de estas prácticas que ahora son cuaresmales: “Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la riqueza con iniquidad” (Tb 12,8) y expresa varios momentos de la observancia del ayuno: “Yo había subido al monte a recoger las tablas de piedra, las tablas de la alianza que Yahvé había concluido con ustedes. Había permanecido en el monte cuarenta días y cuarenta noches, sin comer ni beber” (Dt 9,9), “Entonces todos los israelitas y todo el pueblo subieron hasta Betel, lloraron, se quedaron allí delante de Yahvé, ayunaron todo el día hasta la tarde y ofrecieron holocaustos y sacrificios de comunión delante de Yahvé” (Jc 20,26), “Allí, a orillas del río Ahavá, proclamé un ayuno para humillarnos delante de nuestro Dios y pedirle un viaje feliz para nosotros, nuestros hijos y nuestros bienes” (Esd 8,21), “Al oír estas palabras me senté y me puse a llorar; permanecí en duelo algunos días ayunando y orando ante el Dios del cielo” (Ne 1,4), “El Señor oyó su voz y vio su angustia. El pueblo ayunó largos días en toda Judea y Jerusalén, ante el santuario de Dios Omnipotente” (Jdt 4,13).
La Iglesia recomienda, a quienes no pueden ayunar debido a su frágil estado de salud o a su edad avanzada, sustituir la práctica del ayuno por algún otro acto penitencial que implique algún esfuerzo de la voluntad o la privación de algún gusto en particular, cosa que también pude sumarse al ayuno para quienes deseen enriquecerlo con esta privación que viene a ser mejor si resulta en favor del prójimo, como solía hacerse desde los tiempos previos a Cristo: “¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo?” (Is 58,6). Sin embargo, conviene tener presente que el ayuno se practica principalmente para el crecimiento espiritual de uno mismo: “Cuando ayunen, no pongan cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad les digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6,16-18).
El ayuno adquiere un valor adicional cuando se practica en imitación de Jesucristo, quien también observó el ayuno, como refiere el Nuevo Testamento: “Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió hambre” (Mt 4,1-2).
Al ayunar, ahora también se hace igual que en los inicios de la Iglesia, tal como los primeros discípulos y apóstoles: “Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y les enviaron” (Hch 13,3), “Designaron presbíteros en cada Iglesia y después de hacer oración con ayunos los encomendaron al Señor, en quien habían creído” (Hch 14,23).
La práctica del ayuno fortalece la personalidad, pues hace que madure la voluntad y que se desarrolle el espíritu.