Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
El primer lugar de encuentro de Jesús que se dio con los hombres, ya en su predicación, tuvo lugar en lo cotidiano, en el ambiente de trabajo de los pescadores a la orilla del mar de Galilea. Un segundo encuentro ocurrió en el ámbito de la fe, en una sinagoga, en el ambiente religioso. Aquí, Jesús sorprendió a sus oyentes al hablarles de una manera nueva; es la forma en la que él enseña, es una catequesis que provocó eco y asombro porque constataron que les enseñaba con una autoridad que no conocían, una autoridad que es superior a la de los escribas, quienes eran los autorizados para enseñar las escrituras: “Llegan a Cafarnaúm. Al llegar el sábado, entró en la sinagoga y se puso a enseñar. Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mc 1,21-22).
En griego, exousía significa, más que autoridad, poder, pues denota la capacidad de hacer algo porque se es capaz de hacerlo. Tiene exousía aquel que puede, no el que tiene poder por su cargo, su armamento o su riqueza. Jesús, aunque no forma parte del grupo de los escribas, puede enseñar la Palabra porque tiene exousía, y esto impactó a los presentes que quedaron asombrados ante tal sabiduría, sabiduría que le viene a Jesús del Espíritu de Dios que ha descendido a él en su bautismo en el Jordán (cfr Is 11,2). Al mismo tiempo, los escribas quedaron, en cierta forma, desautorizados por quienes ahora han escuchado a Jesús.
En aquella sinagoga de Cafarnaúm la enseñanza de Jesús no pasó inadvertida para nadie, tampoco para los demonios: “Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar. «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús, entonces, le conminó diciendo: «Cállate y sal de él». Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados de tal manera que se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad! Manda hasta a los espíritus inmundos y le obedecen»” (Mc 1,23-27). Jesús, que tiene poder sobre los demonios, lo manifiesta a través de este exorcismo. Los demonios actuaban libremente, pero ahora Dios ha impuesto un límite al mal.
El demonio sabe quién es Jesús, lo conoce, pero saber de él no es suficiente para alcanzar la salvación, pues para participar de la obra redentora del Señor, además de conocerlo es preciso seguirlo y hacer la voluntad de Dios. El demonio es una creatura externa, ajena a nosotros, que presenta tentaciones para sacarnos del camino y hacernos pecar a fin de separarnos de Dios.
Este relato nos ofrece la posibilidad de mirar hacia nuestro interior para revisar el estado de gracia en el que se encuentra nuestra alma y ver que no está limpia del todo porque a causa de nuestros pecados se ha ido manchando y opacando, y si somos sinceros advertiremos que se encuentra francamente sucia, inmunda.
Así como en aquella sinagoga el espíritu inmundo increpó a Jesús para hacerle expresar la relación entre ambos, y saber qué es lo que tenía que ver él mismo con el Señor, y así como de entre los asistentes a la sinagoga el que recibió la respuesta fue el mismo endemoniado, que acabó por descubrir que él también era sujeto de salvación, así también es necesario que nosotros le hagamos al Señor la misma pregunta, como comunidad humana que somos, como personas, como familias, como instituciones y como naciones, disponernos ante él y preguntarle: -¿Qué tenemos nosotros que ver, hoy, contigo, Jesús de Nazaret? En efecto, necesitamos establecer un compromiso mayor con Dios para participar de la alianza entre Cristo y nosotros mismos.
Era preciso que Dios se encarnara y que se hiciera presente en el mundo para lavar la suciedad del alma y para que pudieras preguntarte qué clase de espíritus animan hoy al ser humano y cuál es el que te inspira, o domina, a ti mismo. En Jesús se encuentran la verdad y la oportunidad del cambio radical de vida que sigue siempre tras la expulsión de todo mal.
Atrévete, como el hombre de la sinagoga, y pregúntale al Señor qué tienes que ver con él u qué quiere él de ti. Él te lo va a responder y en su respuesta encontrarás el auténtico sentido de vivir, el destino de tu vida, el inexorable objetivo y la trascendental misión de tu existencia, tanto como persona, como creyente.