Roberto O’Farrill Corona
Se han cumplido 450 años de la fecha de una epopeya que constituyó la mayor batalla naval que la historia ha conocido. Fue el 7 de octubre de 1571 cuando el imperio otomano musulmán se enfrentó a la cristiandad occidental para, como el mismo emperador Solimán el Magnífico aseguró, convertir a la basílica de San Pedro, del Vaticano, en establo y caballerizas.
No era la primera ocasión en la que el Islam quiso poner fin a la cristiandad, pues un intento precedente, el más cercano a Lepanto, quedó registrado en la victoria obtenida por los Caballeros Hospitalarios de la Orden de San Juan de Jerusalén, al defender la isla de Malta del asedio turco de 1565. Tras este embate, el papa san Pío V (elegido en 1566) vio la amenaza inminente de un ataque musulmán de mayor envergadura contra la Europa cristiana. En respuesta, la estrategia del Santo Padre consistió en formar la Liga Santa convocando a diversos principados católicos europeos a aliarse en defensa de la cristiandad.
El ataque islámico previsto por el Papa se concretó a los seis años del asedio a Malta, precisamente en la batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, en el Golfo de Lepanto (actual golfo de Corinto), frente a la ciudad de Patrás, en el Peloponeso, Grecia. Aquel día fue testigo, desde el amanecer y hasta el caer de la tarde, del intento de los sarracenos por abatir a la Liga Santa en las mismas aguas marítimas que congregaron a 606 naves de combate equivalentes al 75% de las galeras, galeazas, galeotas y fragatas disponibles en todas las flotas del mundo, y a más de 218,000 hombres, de los que murieron casi 38,000.
La Liga Santa se agrupó en Mesina, de donde partió hacia el golfo de Lepanto donde ya se encontraba la flota turca desde el 29 de septiembre. La batalla comenzó con el ataque frontal de ambas flotas desplegadas en línea y con el intento de los turcos de envolver solamente el ala derecha cristiana, ya que el ala izquierda se extendía casi hasta la costa. En ese intento, las dos alas comprometidas, la derecha cristiana y la izquierda turca, mantuvieron combate alejadas del resto de los contendientes y en la que los barcos de la Liga Santa llevaron en principio la peor parte, pero el fracaso del asalto frontal de los otomanos y el auxilio de la reserva cristiana a su alejada ala derecha dieron la victoria a la cristiandad.
La flota del Imperio otomano, al mando de los comandantes Alí Bajá, Mehmed Siroco y Uluj Alí, estaba integrada por 210 galeras, 87 galeotas y 120 mil hombres. La flota de la Liga Santa, formada por el Imperio español, la República veneciana, los Estados Pontificios, la República de Génova, la Orden de Malta, el Ducado de Toscana y el Ducado de Saboya, al mando de los comandantes Don Juan de Austria, Alvaro de Bazán, Alejandro Farnesio y Luis de Requesens por parte de España; Sebastiano Venier y Agostino Barbarigo por Venecia; Marco Antonio Colonna por los Estados Pontificios y Juan Andrea Doria por Génova; estaba integrada por 227 galeras, 6 galeazas, 76 bergantines y 98 mil hombres. Portugal y Austria se negaron a participar, en tanto que Francia pactó con los turcos. La flota otomana sufrió la baja de 30,000 hombres y de 190 naves. La flota de la Liga Santa perdió a 7,600 hombres y 12 galeras.
En Roma, el Papa san Pío V había convocado al rezo público del Santo Rosario en la basílica de Santa María la Mayor mientras él, a su vez, imploraba la protección de la Virgen María con el santo Rosario entre sus manos. En respuesta a las plegarias, la Virgen María intervino prodigiosamente a favor de la Liga Santa y allí detuvo también el expansionismo turco por el mediterráneo occidental y puso fin a la superioridad naval del imperio otomano para el resto de la historia.
Así fue como el papa san Pío V, tras defender y salvaguardar la fe en Jesucristo, estableció la festividad de la Virgen de la Victoria el primer domingo de octubre, y luego el papa Gregorio XIII la trasladó al 7 de octubre como fiesta de la Virgen del Rosario.
A 450 años de la victoria de la Virgen, aquel suceso mueve hoy a considerar que la fuerza del Islam, vigente hasta nuestros días, consiste en su identidad religiosa que le confirió el profeta Mahoma, y que la identidad del occidente cristiano no es otra sino la fe en Jesucristo, son sus raíces cristianas, que constituyen la auténtica fortaleza de Europa.