Gustavo Méndez/Abogado y contador
Todos alguna vez hemos rezado el Ave María y reflexionado sobre el ‘Sí’ de María cuando respondió al llamado de Dios, diciendo, “Hágase en mi según su voluntad”.
Seguramente nos hemos preguntado o nos han cuestionado ¿cómo es que siendo Virgen, concibió un hijo? La razón es muy sencilla y la misma Virgen María, que es “Madre de la Esperanza”, responde nuestra duda: ella siempre confió en Dios, desde el anuncio que recibió.
Así ha sido también la respuesta de tantas mujeres al enterarse que serán madres. Pero en esta ocasión hablaré de la madre de mi hermana y madre mía: María del Carmen Aguayo Orona, quien siempre llena de esperanza y confianza en Dios, nos ha educado bajo la fe cristiana, de tal suerte que podemos decir que profesamos nuestra religión desde que fuimos concebidos e inició nuestra vida dentro de su vientre.
Fue el 13 de septiembre de 1934, en La Flor de Jimulco, Coahuila, cuando nuestra madre nació en el seno de una familia creyente, católica. Hija de José María Aguayo Gutiérrez y de Carmen Orona Vázquez (Canita), quien fue miembro de la Tercera Orden Franciscana. Después vivió en Torreón, Coahuila -a dos horas de distancia- para luego llegar a Ciudad Juárez, trabajar en el Correo, de donde se jubiló y en donde conoció a nuestro padre.
El 11 de marzo de 1971 nació quien esto escribe y el 11 de septiembre de 1975 nació mi hermana, y en ambas fechas mi madre igualmente dio un ‘sí’ a Dios, basado en la esperanza y confianza que aprendió en el seno de la familia.
Hoy quiero agradecer a Dios por la madre que nos dio, por esa mujer que, llena de fe, nos sacó adelante a pesar de la embolia que padeció cuando yo tenía apenas 4 años 8 meses y mi hermana Carmen 2 meses de edad y también a pesar de haber enviudado cuando nosotros éramos así de pequeños.
Sin embargo, y a pesar de este dolor, mi madre siempre tuvo la mirada y su fe puesta en el buen Dios, gracias a la enseñanza de mi abuelita Canita, que era como lo son las madres: entregadas, tenaces -basta recordar lo ocurrido en las bodas de Caná de Galilea-
Así nuestra madre, día a día, mañana, tarde y noche, en cada momento imita a María intercesora, elevando sus oraciones, confiada siempre en que serán escuchadas, como lo hizo la Virgen María cuando les dijo a los sirvientes “hagan lo que Él les diga”, pues ella es sabedora que sus ruegos son escuchados.
Sin duda alguna mi madre se entregó al cuidado y educación de sus hijos en valores y en la fe. Y aunque no somos perfectos, somos buenas personas, hermanos, padres, y si bien es cierto hemos cometido infinidad de errores, mi madre, al igual que Dios, ha podido comprenderlo y perdonar. Lo ha hecho porque el amor de madre va más allá de lo imaginable, es como nos dice San Pablo en su carta a los corintios: el amor es paciente, bondadoso, no tiene envidia, ni es egoísta, no se irrita, no guarda rencor, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Este amor en una madre se duplica.
Hoy aprovecho este espacio para decir a mi madre: gracias por darnos la vida y cuidados, por tu paciencia y sustento, por tu respeto y apoyo incondicional, gracias por la libertad que nos brindaste y por respetar nuestras decisiones; por acompañarme en la lucha por alcanzar nuevas metas y porque cuando más te necesitamos, contamos contigo.
Hoy Dios nos concede la Gracia de estar juntos festejando tus 90 años de vida, una vida en que siempre le has dicho ‘sí’ a Dios, sabiendo que Él estaría cerca de nosotros. Con el corazón en la mano decimos gracias por haber dado tu vida entera como la buena madre que has sido para nosotros. Te amamos.