Felipe Monroy/Periodista católico
La evolución (o degradación) de las estructuras políticas en el país tras el proceso electoral ha sorprendido por el nivel de crispación tanto en las fuerzas que recibieron el apoyo ciudadano en las urnas como en las que no alcanzaron a convencer a la población de sus intereses e intenciones políticas. Todo parece indicar que se terminó la era de la política que parecía limitarse a cierta administración de procesos de una manera aséptica sin arriesgarse a cruzar los fangos de las tensiones ideológicas.
Aún hay algunos personajes anclados en los ideales de la tecnocracia apolítica que consideran que todos los procesos del gobierno, la administración pública y la contienda electoral deben sucederse sin conflicto, bajo códigos casuísticos exhaustivamente previstos y en la falsa presunción de imparcialidad ante los grandes temas y desafíos sociales.
En los últimos comicios europeos se ha visto con más claridad que los procesos electorales no se juegan sólo bajo un cordial recambio de partidos y funcionarios sino a través de una decidida expresión política e ideológica sobre el futuro de sus naciones en varios niveles; procesos que además exigen suficiente astucia política para alcanzar acuerdos entre diversas fuerzas partidistas con mínimos y límites de valores y principios.
Esto último es importante porque si la política se ‘deslava’ de ideales sucede que los únicos acuerdos políticos posibles entre fuerzas partidistas distintas son los escaños en congresos, las posiciones en listas plurinominales, las titularidades en gabinetes y hasta el reparto de órganos descentralizados y notarías públicas, como bien quedó demostrado en el ignominioso episodio de prebendas intercambiadas entre dos fuerzas partidistas otrora antagónicas pero aliadas con el único propósito de gerenciar feudos de poder.
El contundente triunfo de Morena en el proceso electoral (no nos detendremos aquí a debatir moralismos sobre erróneos ideales escépticos de la política a ras de suelo) ha abierto frentes de confrontación evidentes en la propia estructura y organización del partido así como en los ideales discursivos del movimiento. Era de esperarse; cada victoria política está ensombrecida por soberbias y arribismos que deben ser moderadas por la disciplina que impone la estructura. Obviamente, la recompensa a fidelidades es sencilla hasta que se acaban los fondos o los escaños para distribuir.
En los partidos de oposición que resultaron desestimados por el electorado la cosa no pinta mejor. El cinismo de la dirigencia panista cuya estrategia aliancista sólo parecía perseguir el objetivo de colocar a la cúpula y a sus aliados bajo la protección del fuero legislativo plurinominal es cuestionado –a toro pasado– por la militancia del partido con justa indignación. En un programa de revista, miembros de la élite panista se acusaron mutuamente de arribismos y cálculos pragmáticos; nadie destacó, sin embargo, valores, principios, doctrina ideológica del partido o siquiera razones políticas para sumar un sólo adepto a sus filas.
En segundo lugar, lo sucedido en el otrora partido hegemónico mexicano, el PRI, durante y después de su asamblea poselectoral sólo tiene un adjetivo: calamitoso. Desde la bestial reelección de su dirigente y la reacción violenta y destructiva de sus detractores hasta el reparto de culpas históricas de priistas contra priistas en niveles alucinantes. Incluso se culpan mutuamente de haber participado en el asesinato de Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI en 1993, hace un cuarto de siglo. Nuevamente, entre cientos de litros de saliva, ni una palabra sobre principios, doctrina, valores o identidad de un partido político que busque nutrir o engrosar sus adelgazadas filas.
Y finalmente, en una última teatralidad de los dirigentes perredistas sobrevivientes: se busca capitalizar como identidad política algo que sólo fue marketing electoral. En la malograda convocatoria del Frente Cívico Nacional se habló de utilizar y movilizar las ‘fuerzas’ ciudadanas de la llamada ‘Marea Rosa’ para la construcción de un nuevo partido político. No existe tal fuerza porque no hay ninguna identidad política que cohesione a quienes participaron en las marchas del 2023 y 2024; en gran medida fueron grupos ciudadanos desarticulados que, claramente manipulados, siguieron una tendencia que les hacía “odiar algo” pero que jamás compartieron una sola propuesta o ideal común. Literalmente, el líder visible de ese frente arengó a convertirse en una fuerza política que pregunte a la gente “qué quiere”; no hay un solo ideal, sólo el interés de hacer una estructura política vacía y genérica con presupuesto para gastar.
Hace más de un siglo, Antonio Gramsci reflexionaba sobre la necesidad de que las naciones cuenten con partidos políticos serios y consecuentes, sustentados en ideas claras y propósitos conscientes; y advertía que: si las fuerzas políticas no están organizadas ni armadas con una voluntad clara y directa, si no persiguen un plan de acción político que se adhiera al proceso histórico, si se limitan a un frío y calculado plan abstracto, entonces no nos queda sino hacer predicciones de cómo las fuerzas en juego se tornan primitivas, impulsadas por instintos oscuros y opacos; y cómo se vuelven un fenómeno inercial determinado por pasiones y necesidades básicas: el hambre, el frío… y el miedo ciego, enloquecido, a lo incomprensible.