Pbro. Jaime Melchor/ formador del Seminario Conciliar
“El único exceso ante la excesiva misericordia de Dios es excederse en recibirla y en desear comunicarla a los demás” (junio 02 del 2016, en el Jubileo de los sacerdotes en Roma). Qué frase tan interesante ha dicho el Papa Francisco. Su carisma de pastor y su corazón de “párroco universal” nos mueven a acudir a recibir la misericordia del Padre celestial. La reconciliación en este año de la Misericordia tienen un tinte especial que nos descubren los sentimientos maravillosos de Dios. Hoy más que nunca los sacerdotes debemos comunicar al mundo la necesidad que cada uno experimenta de clamar misericordia. No es sólo por los errores, los pecados y fallas cometidas, sino porque Dios ha sido generoso desde siempre. El don de la vida y la vocación recibida son para cada uno de los que ha llamado sus ministros en el Orden sacerdotal, una muestra de su bondad infinita.
Recorrer la propia historia es muy saludable para considerar que la misericordia divina se hace patente en el llamado recibido. Ser instrumento o ministro del perdón de Dios es una facultad que para la eternidad, será garantía de Cristo Vivo y Vencedor. El mismo Hijo de Dios ha mostrado en cada sacerdote su amor por la oveja descarriada.
Cada sacerdote se convierte en verdadero padre para los fieles que a él acuden. La oración por cada uno de ellos manifiesta que su ser frágil no deja de ser aún presencia de Jesucristo. La sanación de muchos hermanos y hermanas que solicitan la absolución de sus pecados descubren al propio sacerdote su origen humilde. Del mismo polvo el sacerdote ha salido… pero aún con ello la vida eterna es confiada en sus manos. La palabra de Dios en él se hace presente porque la gracia, brindada por el Espíritu Santo, lo convierte en un instrumento eficaz y un verdadero pastor y padre.
La generosidad del Padre celestial nos dice a cada sacerdote cómo Jesucristo ha querido que se desenvuelva en plena libertad su Iglesia, anunciando el perdón y la misericordia. Es verdad que la comunidad eclesial está compuesta de miembros que hemos fallado, pero no por ello la obra de Dios termina. Al contrario, la fidelidad y el amor de Dios quieren decir a cada hombre que su identidad no se ha perdido. Un sinnúmero de conversiones y el testimonio de los santos hablan de esta realidad.
Oremos para que el Amor del Padre celestial se haga vida en nuestra persona y no dejemos que la falsa resignación y la apatía hagan insípido e infructuoso nuestro apostolado. Los temores que la sociedad tiene de reconocerse necesitado y amado por Dios tienen que ser superados. Un remedio efectivo es la contemplación del Crucificado, que, una vez que resucita, da a cada creyente la liberación. Es el amor de Cristo y su corazón traspasado lo único que hará a cada hombre y mujer aceptar la iniciativa de Dios para perdonar y sanar.
Procuremos que en nuestros corazones la semilla de esperanza que nos da la Palabra de Dios en cada Eucaristía, y la fortaleza del Cuerpo de Cristo nos haga ser testigos de la Misericordia.