Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
En aquellos tiempos en los que Jesús caminaba por nuestro mundo, las personas que padecían la lepra eran dolorosos retratos de la existencia humana, eran hombres prohibidos atrapados es sus propias llagas, hundidos en terrores, hijos de la muerte que se escondía detrás de sus ojos, individuos de risa olvidada, de invisible esperanza.
Debido a su raudo contagio por contacto, la lepra acentuó entre el pueblo de Dios las ideas acerca de la impureza, ideas que luego se convirtieron en preceptos que llegaron a prohibir toda cercanía con los impuros leprosos a fin de evitar la transmisión de su impureza con la consecuente maldición divina. Nadie comprendía la causa de aquella impureza en tanto que el leproso vivía y moría sabiéndose un maldito, un olvidado de Dios que sobrevivía con la perspectiva segura del sheol como el único destino eterno tras su muerte.
Arrojados de su entorno, arrancados de los suyos, los leprosos quedaban confinados a vivir en las grutas afuera de las ciudades, en comunidades conformadas por otros como ellos, entre la escoria de los despreciables, sin más esperanza que la muerte.
Uno de aquellos días del Señor en la tierra, un pobre hombre, miserable leproso, se atrevió a acercarse a Jesús sabiendo que no podría exigir nada porque su condición no le permitía ya nada. Descompuesto en todo su ser, era un hombre colapsado, llagado por fuera y muerto por dentro. Lo sabía, y aunque calculó el rechazo doloroso, el desprecio humillante y tal vez el castigo de lapidación, vio que no tenía más que perder, y arriesgando restos de su dignidad herida, y habiendo escuchado que el joven nazareno curaba enfermos y expulsaba demonios, en su corazón supo que él podría expulsar el mal de su cuerpo y volverlo grato a Dios para dejar de ser un maldito: “suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: -Si quieres, puedes limpiarme” (Mc 1,40), y aunque en su súplica no pidió ser curado, él sabía que Jesús tenía el poder de devolverle la pureza que lo libraría del mal que se había instalado en todo su cuerpo. En efecto, aquel leproso buscaba, por sobre todo mal, la reconciliación con Dios, y sin una conciencia de lo que hoy es el sacramento de la Penitencia, supo que Jesús le podría conceder eso que necesitaba y que por él mismo no podría jamás alcanzar. Así que le salió al paso y le suplicó, y sus oídos escucharon el cumplimiento de su anhelo, y sus ojos vieron lo que nunca habían visto, y su cuerpo herido sintió una caricia: “Compadecido de él, extendió su mano, lo tocó y le dijo: -Quiero; queda limpio. Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio” (Mc 1,41-42).
En cuanto Jesús extendió su mano tocó al hombre herido, roto, llagado, deforme, y con el roce de su mano le hizo sentirse seguro y amado, y luego lo envolvió con sus brazos y lo atrajo hacia sí en un abrazo de amor perfecto, infinito, divino; lo estrechó junto a su corazón en uno de esos abrazos que entregan todo y que nada piden.
Dios no pone condiciones para amar, Dios ama a cada uno de sus hijos si está en gracia y también si no lo está, y es por medio del sacramento de la Reconciliación como cada uno vuelve a Él quedando limpio y con una renovada oportunidad de vivir. Es un volver a empezar que siempre está disponible para los hijos de Dios a partir de la Redención concretada por Cristo-Jesús.
Lepras de nuestro tiempo son las adicciones, dependencias, rencores, enojos, envidias, odios, discriminaciones, todo aquello que conforma la miseria humana. Lograr reconocer las propias lepras, como todo aquello que nos aparta de Dios y nos aleja de los demás, nos obliga a suplicar al Señor que nos limpie de todo ello, pues en la súplica va la certeza de que Él así lo hará; y luego de reconocer las propias, habrá que identificar las lepras que les hemos colocado a los demás a manera de etiquetas, y que han venido a ser todo aquello que nos predispone en contra de los otros y que no son más que un lamentable pretexto para mantenerlos alejados de nuestras vidas.
Tal parece que hoy que todos queremos ver impurezas en los demás al igual que los demás quieren ver impurezas en nosotros. Así no se puede vivir como hijos de Dios, como hermanos, ni es posible alcanzar el ideal cristiano de amarse los unos a los otros tal como el Señor nos ha amado. Dejemos a Dios ser Dios para escucharle decir “Quiero, queda limpio”.