Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
En lo que se ha traducido como una flagrante violación a los derechos humanos, particularmente a la Libertad Religiosa, a inicios del siglo XX el pueblo mexicano sufrió una cruenta persecución por parte de su gobierno, si razón ni motivo algunos, solamente por odio a la fe en Jesucristo y en rechazo a las ancestrales raíces cristianas de México. El resultado fue un enfrentamiento interno, conocido históricamente como Guerra Cristera, que vio sus inicios el 14 de junio de 1926 cuando fue aprobada la llamada Ley Calles que contenía 33 artículos contra la Libertad Religiosa, y que, promulgada el 2 de julio, entró en vigor el día 31. Esta intransigencia prohibió la presencia de sacerdotes extranjeros en México, restringió el ejercicio de toda expresión devocional, prohibió la existencia de seminarios y conventos, expulsó del país a 183 sacerdotes extranjeros y cerró 74 conventos. No es coincidental que el número de los artículos fuese de 33 en alusión al número esotérico y masónico tan usado en la más grande secta anticristiana.
Ante tales restricciones, y tras frustrantes negociaciones por parte de los obispos mexicanos con las autoridades del gobierno, la Iglesia de México, en señal de protesta, decidió suspender las celebraciones litúrgicas. Los fieles laicos se organizaron en la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa para abrir frente en una resistencia formal. En los primeros días de enero de 1927, tras diversos brotes espontáneos de rebelión y de violentas represiones por parte del gobierno, el pueblo se sublevó principalmente en el occidente de México y particularmente en Jalisco, Aguascalientes, Michoacán, Guanajuato y Colima. Algunos sacerdotes se unieron a la sublevación aunque la mayoría del clero optó por una resistencia pacífica.
La Ley Calles limitaba el número de sacerdotes a uno por cada seis mil habitantes y establecía que los sacerdotes del país debían registrarse en la presidencia municipal, pues sólo podrían ejercer su ministerio quienes tuviesen una licencia otorgada por el Congreso de la Unión o por el gobierno del estado correspondiente, de tal manera que el criterio de filiación sacerdotal pasaría por el Estado en sus pretensiones de fundar una iglesia separada de Roma, en México.
En 1929, la cercanía de las elecciones presidenciales detuvo el conflicto, pues durante los años de lucha la Iglesia y el Estado habían mantenido negociaciones secretas que la Santa Sede encomendó al Delegado apostólico, monseñor Leopoldo Ruiz Flores hasta que, por mediación del embajador norteamericano Dwight Whitney Morrow, se establecieron una serie de convenios con el presidente Plutarco Elías Calles a fin de detener el ejercicio de la Ley Calles, que sería suspendida aunque no derogada, se otorgaría amnistía a los rebeldes y se reabrirían las iglesias; pero la realidad fue que, una vez desarmados, los Cristeros y sus familias fueron sistemáticamente aniquilados por el gobierno.
Tras los acuerdos, se desató una segunda persecución entre 1932 y 1935. La presidencia de Calles había concluido en febrero de 1928 y le sucedió en el cargo Álvaro Obregón, que ya había sido Presidente de 1920 a 1924, y que desde entonces había manifestado hostilidad a la Iglesia. Apenas unos días después de su toma de posesión, el 17 de julio de 1928, murió en un atentado en San Ángel. A Obregón lo sucedió Emilio Portes Gil, a quien correspondió concluir los arreglos de paz, consistentes en que las leyes anticlericales no serían aplicadas. Luego de Portes Gil fue presidente Pascual Ortiz Rubio de 1930 a 1932. Abelardo Rodríguez, que asumió la presidencia de 1932 a 1934, estableció que la educación sería socialista y volvió a aplicar la Ley Calles, en violación a los acuerdos de paz. Lázaro Cárdenas, que fue presidente de 1934 a 1940, al inicio de su mandato también se lanzó contra el Pueblo creyente por medio de su secretario de Agricultura, Tomás Garrido Canabal, un furibundo anticlerical que siendo gobernador de Tabasco se había dedicado a incendiar iglesias.
Fue durante la segunda persecución cuando murió, abatida por las balas de las huestes tabasqueñas de Garrido Canabal, una joven catequista de la iglesia de San Juan Bautista, en Coyoacán, precisamente al evitar que la iglesia fuese incendiada. Allí murió, a los 27 años, María de la Luz Camacho, cuyo martirio provocó una firme protesta del pueblo mexicano que intimidó al presidente Cárdenas al punto de obligarlo a pactar la paz definitiva y el cese de la persecución a la Fe en México.
Aunque el conflicto Cristero costó unas 250,000 mil vidas, en un país de 18 millones de habitantes, la sangre que se derramó dejó la lección histórica de que la fe de los mexicanos no puede ser transgredida sin esperar respuesta.