Roberto O’Farrill Corona/ Periodista católico
Los dos primeros discípulos de Jesús, Simón y Andrés, un par de hermanos pescadores del mar de Galilea, invitaron a Jesús a comer para que honrara su casa, y acordaron que fuese un sábado luego de alabar a Dios en la sinagoga de Cafarnaúm: “Cuando salió de la sinagoga se fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y le hablan de ella” (Mc 1,29-30).
Llegado el día, al salir de la sinagoga se dirigió al encuentro, pero entre la invitación y el día de la cita ocurrió un suceso que vino a contrariar la buena intención de aquellos primeros discípulos del Señor. Ya no podrían recibirlo porque su casa estaba contaminada, y con vergüenza tuvieron que explicarle que no podría entrar porque en su interior se encontraba postrada, bajo un severo estado de impureza, la suegra de Simón.
En observancia a la Ley de la Pureza, Jesús debió alejarse, pero él hizo lo contrario: “Se acercó y, tomándola de la mano, la levantó. La fiebre la dejó y ella se puso a servirles” Mc 1,31). Cuánta sorpresa habrá provocado, primero, el acercamiento de Jesús y, después, el efecto milagroso de su cercanía. Sorprendió también su gesto, pues la ley prohibía tocar a los impuros, los enfermos. La escena evoca los frescos de Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina, donde plasmó el toque de Dios mediante el que infunde su Gracia al hombre, el Adán desnudo que recostado retira su dedo para comenzar a ser capaz de Dios.
Al interior de la casa el ambiente era desolado y sombrío; el aire denso se respiraba con dificultad. Una mujer vieja, de rostro pálido y enjuto, sudorosa esperaba el arribo de la muerte que la arrancaría del mundo de los vivos. No deliraba, sabía que en breve partiría hacia ese, su oscuro destino. Los minutos caían pesadamente uno tras otro hasta que, de pronto, el aire se tornó fresco y vivificante, la habitación quedó inundada de un aroma a nardo fresco perfumado y la habitación se llenó de una luz resplandeciente cuando Jesús cruzó el umbral.
La mujer abrió los ojos y vio una sonrisa luminosa como estrella; luego miró la mano de Jesús acercarse hacia ella, y tal cual hizo Dios con Adán, la tocó posando su mano amable sobre su frente enferma. Ella aspiró aquella fragancia que le desvaneció su tristeza, cesó todo dolor y se llenó de esperanza. No escuchó palabra pero la fiebre desapareció al sentir un apretón en su mano seguido de un tirón que la hizo ponerse en pie, hasta quedar erguida, orgullosa. El Señor la levantó devolviéndola a la vida tras arrebatársela a la muerte, y entonces ella se puso a servir.
La vocación de toda persona es servir a los demás, es lo que da razón de nuestra existencia; pero hay quienes no lo saben, son los que no están dispuestos a servir, son los que al ver una sonrisa voltean la mirada, ignoran el saludo, se les pide un favor pero fingen no entender. Son personas que ya no funcionan porque no sirven. Desde el momento en que dejaron de servir también dejaron de funcionar. Los difuntos son difuntos porque han cesado sus funciones, han dejado de funcionar. Las personas que no sirven son como los difuntos porque, muertas por dentro, no sirven a nadie aunque quieren ser servidas por todos.
Aunque la curación de la suegra de Simón pudiese parecer un milagro sencillo, el relato posee una gran fuerza: Una mujer que ha dejado de funcionar y que está para morir, por la acción de Jesús se levanta y vuelve a funcionar porque se pone a servir. Tras la acción de Cristo en nuestras vidas se activa nuestra capacidad de servir. El Señor nos levanta de inmovilismos acomodaticios, en los que nos hemos instalado acumulando pretextos para no servir a nadie.
La plenitud no se alcanza sirviéndose de los otros, sino sirviendo a los otros; esta es la enseñanza de Jesús, quien llegará a un momento determinante de esto cuando diga de sí mismo: “que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos” (cfr Mc 10,45), una expresión de amor que en reciprocidad hemos de practicar obligadamente.
Para funcionar adecuadamente, para servir, hemos de confiarnos a la mano de Jesús para que nos levante y nos muestre a esas personas necesitadas de fuerza, apoyo y compañía. Nos será grato comprobar con cuánta alegría y emoción podemos servir.