Sergio Madero Villanueva/Abogado
Con el Adviento llega una época de contradicción, por una parte, la liturgia nos conduce a espacios reflexivos, contemplativos, a seguir la espera de María y esperar con ella, a llenarnos de esperanza por el redentor que nos nace. Mientras el trabajo se acumula por el cierre de año, se juntan los compromisos, andamos apurados para preparar la cena navideña, y los niveles de estrés andan a tope.
El Adviento es un tiempo propicio para la reconciliación, es el momento de tomar el teléfono y hablarle a la persona con quien tuvimos un malentendido, cruzar la calle para saludar al vecino fastidioso, abrazar a ese latoso compañero de trabajo. El ambiente festivo convoca a la reunión, al encuentro.
La adecuada preparación para recibir a Dios hecho Niño debe incluir el Sacramento de la Reconciliación, y quiero llamar su atención sobre la necesidad de reconciliarse consigo mismo.
En ocasiones somos los jueces más duros de nuestro comportamiento, a grado tal que perdemos la seguridad para presentarnos ante el Padre y reconciliarnos. Irma me dijo una vez que el diablo es muy astuto, nos quita la vergüenza para pecar y nos la regresa para confesarnos. A mí me ha pasado.
Me parece que en esa actitud hay mucho de soberbia y algo de intromisión. Soberbia, porque se requiere un ego muy grande para creerse capaz de hacer algo tan grande que el amor de Dios no pueda abarcar. Intromisión, porque al no permitirnos la reconciliación privamos a Jesús de cumplir su misión, recordemos el anunció que el ángel le hizo a San José: “…él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt. 1, 21), ¿cómo puede cumplir su misión si no buscamos el perdón de nuestros pecados?
Hoy se pretende hacernos creer que sólo aquellos que son puros pueden acercarse a Dios, o visitar su casa. Desde luego que Dios nos quiere santos, pero nos sabe pecadores, y no nos rechaza.
Recordemos el caso de la mujer que fue sorprendida en adulterio y a la que, de acuerdo con la ley de Moisés, sus vecinos pretendían lapidar. La hipocresía de los fariseos, con las piedras prestas en la mano, suele absorber nuestra atención; Jesús sabía perfectamente quién eran ellos, pero también quien era ella, y le deja claro, lo que los demás opinen de ella pierde valor ante sus ojos, “Yo tampoco te condeno” (Jn. 8, 11); y le exhorta para que no peque más.
Pensemos también en la imagen del hijo pródigo que hundido en el chiquero y ansiando comer lo destinado a los puercos, revalora su persona. Se reconoce pecador, pero toma la decisión más importante “me levantaré e iré a mi padre” (Lc. 15, 18). Aún sumido en su pecado recuerda que es hijo, como un anawin (humilde de corazón) se sacude su pecado y confía en su padre; esa confianza no se ve defraudada, en cuanto empieza a pronunciar aquello de “…no soy digno de ser llamado tu hijo” el padre lo interrumpe y dispone que lo vistan con la dignidad de hijo que le corresponde, aún más, pide que se haga una fiesta, como quien dice: “seizo” la carnita asada.
Así como el padre salía cada día a esperar el regreso del hijo ausente, permanece en el confesionario para restituir la dignidad de quien se acerca a Él, deseoso de recibirnos, no le interesa como nos ven los demás, ni siquiera como nos vemos nosotros mismos.
Él sabe de las batallas que tenemos y de la necesidad de alimentarnos adecuadamente para enfrentarlas, por eso nos tiene la mesa preparada en el altar, para darnos el más nutritivo de los banquetes.
Aprovechemos este tiempo de preparación que es el adviento para reconciliarnos con el Padre, con los hermanos y con nosotros mismos, participemos de la cena que Jesús nos preparó, para que el día veinticinco podamos mirarnos al espejo y decir: yo tampoco te condeno. Del recalentado me platica en la próxima ocasión en que nos encontremos hablando de…