Felipe de J. Monroy/Periodista católico
Ningún atentado debe tomarse a la ligera, ni relativizar a través de una explicación superficial. Las razones que motivaron al varón octogenario a seguir una larga cadena de decisiones para intentar asesinar al arzobispo de Durango, en la catedral y tras la misa dominical, no parecen ser simples y tampoco deben ser instrumentalizadas para ninguna agenda integrista o antirreligiosa.
Quizá más adelante se ofrezca más información que ayude a comprender el relato, pero los datos hasta ahora conocidos refieren que el perpetrador de la agresión planeó larga y concienzudamente cada uno de sus pasos: Incluso antes de salir a la calle, el sujeto ató a sus antebrazos con cinta adhesiva dos cuchillos; entró a la misa dominical de mediodía en la catedral duranguense que ordinariamente es oficiada por el arzobispo Faustino Armendáriz Jiménez; eligió un asiento próximo al pasillo de entrada y salida del ministro; esperó al final de la ceremonia y observó cómo el mitrado ingresó en la sacristía que es el lugar donde los ministros de culto se revisten con la indumentaria litúrgica para los oficios sagrados.
El hombre esperó a que el religioso saludara y bendijera a los fieles y a la gente que había acudido a la celebración la cual era doblemente relevante. Primero porque se trataba del domingo quincuagésimo desde el Domingo de Resurrección con el que se cierra el tiempo pascual y en el que los católicos adoran al Espíritu Santo; y en segundo lugar, porque el 21 de mayo la Iglesia local celebra a los cinco duranguenses mártires de la Guerra Cristera, asesinados por el gobierno mexicano comandado por Plutarco Elías Calles.
El atacante esperó hasta encontrar una oportunidad para levantarse de la banca del templo, acercarse hacia Armendáriz y preguntarle a bocajarro: “¿Es usted el obispo?”. Según el propio arzobispo de Durango, él le respondió afirmativamente mientras observó cómo el anciano sacó uno de los cuchillos que llevaba escondido debajo de la manga de su sudadera y arremetió directamente sobre su persona con furia e insultos.
El pastor reaccionó oportunamente y eludió el filo del cuchillo empuñado por el octogenario; inmediatamente recibió ayuda de un sacerdote y algunos fieles quienes detuvieron y desarmaron al atacante; pronto la policía municipal fue advertida y los uniformados arrestaron al sujeto mientras éste continuaba insultando al obispo y éste le exigía saber por qué lo había atacado. Finalmente, el perpetrador del ataque fue llevado a la fiscalía para intentar comprender y la institución arquidiocesana de Durango asevera que presentará cargos formales contra el agresor.
Por supuesto, no es el primer obispo agredido aparentemente sin motivo en la historia de México. De hecho hay una larga lista de casos y, para vergüenza de las instituciones de seguridad, la inmensa mayoría de aquellos jamás han encontrado explicación ni justicia. Uno de los más icónicos, por ejemplo, es el asesinato del arzobispo cardenal de Guadalajara, Juan Jesús Posadas Ocampo, en 1993; pero de los más de medio centenar de asesinatos de ministros de culto en los últimos 25 años, poco, muy poco, se ha resuelto y aún menos, se ha aplicado justicia.
Tan sólo en este sexenio, algunos de los casos de asesinatos de los sacerdotes aún esperan justicia: José Martín Guzmán Vega (asesinado a cuchilladas en 2019); José Guadalupe Popoca Soto (ultimado de un balazo en 2021); Gumersindo Cortés González (secuestrado y posteriormente asesinado por arma de fuego en 2021); Juan Antonio Orozco Alvarado (fraile franciscano víctima de un fuego cruzado en 2021); José Guadalupe Rivas (localizado sin vida en un rancho en 2022); y los jesuitas Javier Campos y Joaquín Mora (asesinados en el templo de Cerocahui mientras trataban de mediar la ira de un delincuente local en 2022).
Es claro que la seguridad pública ha sido la tara de los últimos tres sexenios; la descomposición social junto a las dinámicas de poder y privilegio simplemente no apaciguan los detonantes de la violencia y el crimen. Incluso en manos del Ejército y la Guardia Nacional, la inseguridad se mantiene como la condición ordinaria de buena parte del territorio mexicano. Lo peor es que las autoridades de seguridad parecen más interesadas en el espionaje (o ‘tareas de inteligencia’ como ellos las definen) contra defensores de derechos humanos e incluso contra propios funcionarios públicos federales que en entender y atender el problema de la agresividad, violencia y desprecio de la vida humana que ha calado en la sociedad.
De ahí que este malogrado atentado contra la vida del arzobispo Armendáriz no sea un asunto menor puesto que su cabal explicación ayudaría a comprender ciertos detonantes de violencia entre la población y emprender verdaderos caminos hacia la pacificación.
Fue evidente que la estrategia de confrontación frontal al crimen mediante estructuras corrompidas emprendidas en el sexenio de Calderón fue un enorme error; pero ante la ineficacia de la estrategia de seguridad de López Obrador habrá que recordar que para que la máxima de los abrazos antes que los balazos se cumpla, es preciso insistir en que la victoria no debe ganarse sobre el enemigo sino sobre el odio propio. Así que: ¿De dónde nos viene tanto odio?