Sergio Madero Villanueva/ Abogado
En el evangelio del pasado lunes de la XIV semana del Tiempo ordinario, Mateo nos relató el pasaje de la hemorroisa (9, 18-26), y vale la pena ir más allá de la curación milagrosa. Según la ley judía, una mujer era impura durante el tiempo de su sangrado, es decir, no podía presentarse ante el Señor. No sólo eso, quien tuviera contacto con ella quedaba impuro, incluso si se sentaba en el mismo mueble que ella había ocupado, se comunicaba la impureza.
Por eso, el que ella se acerque a tocar “la orla del manto” de aquel prodigioso Rabí es una osadía, una trasgresión de la ley. Jesús, a quién nada escapa, sabe que una fuerza sanadora ha salido de Él (así lo narra el Evangelio de Lucas) y se dirige a ella, no le reclama que lo haya tocado, volviéndolo impuro de acuerdo a la ley, Él es el Señor de la ley, y sabe que por encima de ésta está la misericordia; por eso le dice “tu fe te ha curado”.
El milagro médico ocurrió, en el Evangelio de Lucas ella confiesa ante todos que el flujo cesó instantáneamente, pero algo más ocurrió: al sanarla Jesús le restablece su dignidad, ya no es impura, a partir de ese momento puede realizar su vida como cualquier otra persona, integrarse al culto, estar en contacto con todos, visitar cualquier lugar. Al contacto con el Señor desaparece el motivo de impureza.
Cuando voy a misa y veo cuánta gente se queda sentada al momento de la Comunión me parecen “hemorroisos incrédulos”. A diferencia de la hemorroisa que viendo su sanación al alcance se escurre entre la gente que apretujaba a Jesús y lucha por tocar aunque sea la orla de su manto, cientos de asistentes a las misas se quedan sentados, sin inmutarse, cuando tienen enfrente el Cuerpo de Dios y la posibilidad, no sólo de tocar la orla de su manto, sino de alimentarse de Él.
Me duele verlos sentados, me duele ver que el Señor se esfuerza por preparar la mesa y lo dejan con “el plato servido”, y me duele más pensar que lo hacen porque “no hay quién les predique” como dice San Pablo, quien por cierto fue el primero en escribir sobre la presencia real de Jesús en la Eucaristía cada vez que la celebramos hasta su regreso.
Según el Catecismo de la Iglesia Católica (1389), se nos da a “recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días”.
“Pero no me siento digno de recibir al Señor”, ¿y quién sí lo es? Jesús viene a ti no por tus méritos, sino por su amor infinito, Él sabe que quien lo toca es un “hemorroiso impuro”, pero quiere sanarlo, quiere restablecerle su dignidad de hijo, hacerlo parte de su cuerpo que es la Iglesia.
Según el mismo Catecismo de la Iglesia, sólo “quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar”, porque, igual que en el episodio de la hemorroisa, el contacto con Jesús te cura, te purifica.
“No dudes más”, acércate a Jesús sabedor de que es Él quien se te entrega a través de las manos de su sacerdote, es Él el Cordero de Dios que quita el pecado, recíbelo y escucha en tu interior sus palabras “tu fe te ha curado” “vete y no peques más”.